¡El teatro, privilegio de la carne!

Martín Acosta es uno de los miembros más brillantes de una generación de teatristas mexicanos que se han abierto paso en los escenarios luego de la caída del Muro de Berlín con todas las implicaciones ideológicas, económicas y estéticas que esto supone. Egresado de la carrera de actuación en la Escuela de Arte Teatral del INBA, estudió dirección con Raúl Zermeño y ha sido un discípulo cercano y fiel de José Sanchis Sinisterra en la Escuela Iberoamericana de Teatro. Ha participado también en los talleres de dirección y pedagogía de Héctor Mendoza, pero sobre todo, mucho de su conocimiento de la escena proviene de sus tareas tempranas como productor ejecutivo de múltiples puestas en escena. Aunque fundamentalmente se define como director, su concepción del teatro le ha llevado a involucrarse directamente en todos los aspectos de la puesta en escena. Fundamentalmente, su interés por las cualidades y calidades del espacio escénico le han llevado a la reflexión sobre la escenografía de sus propias obras y de ahí a la realización de trabajos para otros directores quienes ven en él un interlocutor que puede mirar ampliamente el panorama teatral. Y es a propósito de miradas, lo que él llama su "buen ojo", lo que le ha permitido arribar a la escenografía, en donde no ha tenido una formación especializada aunque reconoce que Alejandro Luna es el maestro del teatro mexicano en este aspecto, "una escenografía suya bien montada, es como una licenciatura", dice. Con una experiencia de vida que le marcó profundamente -un infarto y una operación a corazón abierto- y que le ha permitido atisbar otros espacios, el teatro, con todos sus componentes, es su búsqueda de la "habitación de al lado", que sólo en los límites, puede atisbarse.

Definiciones: director, no actor. Escenógrafo

Fundamentalmente, yo me considero director, de hecho yo no soy actor ni lo fui realmente, engañé a la escuela de teatro de Bellas Artes, me aprobaron como actor pero eso fue un truco de mi parte. Creo que nunca fui actor, no tengo el talento ni la capacidad y no adquirí las herramientas, entonces, pueden retirarme el título que cuelga en la sala de la casa de mi madre. Mi intención siempre fue dirigir. Creo que aun antes de llegar a la escuela mi intención era la de expresarme a través del espacio, a través del actor, pero no como actor mismo. De alguna manera, esto me llevó a determinar mis espacios y no sé si soy escenógrafo, soy un director que necesita, a veces, espacios muy específicos y entonces tengo que suplir el rol del escenógrafo; a veces también por necesidades puramente económicas, porque no tenemos para pagarle al escenógrafo o a veces porque la participación del escenógrafo implica otro tipo de formato para la producción. Fui llegando a la escenografía casi sin querer y a veces con una muy preconcebida idea de darme a la tarea de resolver el espacio como un reto, como una forma muy directa de entenderme sobre el espacio, pero creo que es parte de mi curiosidad y mi necesidad de conocer el teatro.

De la formación como aprendizaje en las tablas

No tengo una formación real como escenógrafo, tengo la formación de la experiencia, tengo la formación de haber hecho producción. Mi trabajo directo como escenógrafo viene del productor ejecutivo, de este personaje que tiene que meterse en todas las resoluciones prácticas de la imaginación del escenógrafo. Como productor ejecutivo, descubrí un lenguaje muy rico, la mecánica teatral, que a veces el director no conoce; creo que sé más de mecánica teatral que de herramientas arquitectónicas. Y siento que eso fue lo que me pasó: resolverle a los escenógrafos sus ideas sobre el escenario me llevó a la idea de que yo también podía diseñar. Tengo buen ojo y puedo calcular a ojo de buen cubero, pero sí necesito ayuda para los constructivos para todo el trabajo negro, ahí sí necesito ayuda de verdaderos escenógrafos.

Los inicios en el teatro

Yo vengo de ver teatro, como todo mundo, de ver teatro y de ver cine y de la necesidad de contar historias. Curiosamente, yo vi teatro de alta escuela con resoluciones muy simples; los primeros teatristas que a mí me impactaron son de resoluciones muy simples, concretamente Tadeusz Kantor y Peter Stein que pude ver porque yo viví en Guanajuato y el Festival Cervantino se convirtió en algo de fácil acceso para mí.

Esa fue mi escuela y de hecho, si vemos el trabajo de Kantor, está directamente vinculado con el espacio, directamente vinculado con la escenografía y también con la dramaturgia, es una integración de todos los elementos. Por eso creo que, de alguna manera, para mí no fue un gran descubrimiento la idea de que el director podía andar curioseando en esos ámbitos. Yo respeto muchísimo el trabajo del dramaturgo y respeto muchísimo el trabajo del escenógrafo, en realidad lo mío es sólo una necesidad, que trato de que no sea egocéntrica, una necesidad real de expresión cuando siento que el concepto necesita todo de mí.

Creo que la primera escenografía que hice, en ese sentido, es Carta al artista adolescente, que en realidad es un concepto, no es una escenografía como tal. La idea de que sea un cubo de tal color que tiene relación directa con un vestuario de tal color, que también es diseño mío, con una dramaturgia que tiene tales requerimientos a partir de Joyce, hace que Carta sea el primer montaje que tiene todas estas necesidades. En algunos momentos hasta en el diseño del programa de mano me meto, porque me interesa mucho cómo se ve el concepto en su totalidad.

Hay aspectos en los que sí estoy muy limitado, por ejemplo, la iluminación es un campo que para mí es inaccesible, lo intento y lo intento y me da vértigo, es un campo para gente con talento y con mucho conocimiento. Ahí he contado con la colaboración de iluminadores maravillosos como Matías Gorlero, que se formó junto conmigo.

Un vistazo a la propia creación escénica y a la de otros

Yo todavía no terminaba la escuela, como actor, cuando ya estaba estudiando con Raúl Zermeño un taller de dirección, hice dos años con él; recuerdo que en algún momento nos dijo: "Ni se les ocurra dirigir una obra antes de que salgan de aquí" y yo dije: "Pues lo siento porque yo ya estoy a punto de estrenar, te invito".

Mi primera experiencia como director fue un pequeño trabajo sobre Tennessee Williams que tenía mucho que ver con el trabajo del espacio. Tenía un escenógrafo -también egresado de la escuela, Rafael Chelius, que después ya no se dedicó a esto- que me dio la determinación del espacio porque la obra era en una casa en donde nos dejaban rayar paredes y hacer barbaridades, una casa que ya iban a tirar, que era bodega de los Castro Leñero y que usaban para guardar sus pinturas. Ahí se hicieron las primeras seis presentaciones de un montaje que duraría un año con funciones a las 10:30 de la noche, los sábados y domingos. Era El más extraño idilio, que leído duraba 10 minutos y en mi versión duraba hora y media porque, claro, en él expresaba mi obsesión por los largos silencios -que cada vez respeto y elimino más.

En ese momento yo estaba fascinado con los grandes silencios y con habitar el espacio, esa casa, esas paredes y el público sentado contra la pared y las cosas ocurriendo en las habitaciones de al lado, eran como una primera definición del espacio para mí, un espacio real, un espacio donde los actores se pudieran recargar en una pared auténtica. Además tuve la suerte increíble de que uno de mis compañeros fuera Carlos Cobos, y aunque yo no sabía dirigir actores, tenía un actor que no necesitaba director, lo que era una gran bendición y hacía que el montaje tuviera un gran nivel en ese aspecto también.

De ahí empecé a hacer otras cosas en colaboración con José Enrique Gorlero, con quien fundamos Teatro de arena. Ya en ese momento, en el '88, hice varias cosas en donde yo empezaba a explorar el espacio, hice un montaje sobre Jaime Sabines; un montaje sobre Bergman, un guión de Bergman que adaptó José Enrique Gorlero y que hicimos en La Capilla antes de que lo tuviera Jesusa Rodríguez y que obviamente tuvimos que rentar y que fue un desastre económico; hice una obra de Sabina Berman para niños, hermosísima: Caracol y Colibrí. Es una obra que creo que a Sabina también le gustó mucho. En ese entonces, yo empezaba a colaborar con Arturo Nava que fue como mi primer maestro escenógrafo e iluminador, él hizo la iluminación de Caracol y Colibrí y comenzó a hacer las primeras escenografías, para mí, como por ejemplo Las evidencias de la noche, sobre un texto de Maquiavelo que aunque era en un espacio al aire libre, la Casa del Lago, frente al lago de Chapultepec, era una enorme escenografía: una especie de barcomóvil que caminaba sobre un riel de once metros de altura con una palmera metálica en la parte más alta.

Por esos años, al mismo tiempo que dirigía mis obras, yo era el productor ejecutivo de los montajes de Gorlero con las escenografías más complicadas de Arturo Nava, porque José Enrique era muy barroco en cuanto a espacio se refiere, todo lo contrario a mí, sin embargo, la necesidad de resolver como productor ejecutivo esas locuras de Gorlero en los diseños de Nava me hizo explorar la mecánica teatral.

Fue muy rico también, porque al mismo tiempo que yo era productor ejecutivo con Gorlero, él era mi escenógrafo o mi iluminador en algún montaje; hicimos un Beckett que codirigimos, el primer acto lo dirigía Gorlero, el segundo acto lo dirigí yo, y la escenografía era de Nava, se llamó Mejor la oscuridad, en la primera reapertura de La gruta, antes de Otto Minera, antes de que fuera como la conocimos después.

Siempre estábamos en teatros muy difíciles y por eso había que tomar resoluciones que tenían que ver con lo económico y con lo estético, con el lenguaje y con muchas cosas. Para José Enrique el "cómo se veía", el aspecto estético, contaba mucho y, por ejemplo, para María Magdalena o El inútil combate, con Mónica Serna y Ramiro Huerta, se hizo una escenografía que yo desde adentro la veía como muy útil y muy necesaria, pero que fue gigantesca, de una dimensión que nos obligó a aprender muchas cosas que eran muy complicadas.

En otra ocasión se hizo una versión de La vida es sueño que codirigieron Marta Luna y José Enrique Gorlero, en la que yo era asistente y productor ejecutivo. Esta obra tenía una cantidad de problemas técnicos increíbles: era una torre altísima de casi 11 metros, posada sobre una alberca de 15 centímetros de agua. Yo no sabía cómo hacer este tipo de resoluciones, pero tenía que ingeniármelas para entender lo que implicaba, por ejemplo, poner agua en un escenario. Por supuesto, cometí una cantidad de errores espectacular pero fue un proceso de aprendizaje muy importante para mí.

Ahí se fue fraguando un conocimiento del espacio y este involucrarme en los diferentes aspectos de la puesta en escena hasta llegar a Carta al artista adolescente, además de que fui creando un formato propio, porque aun cuando yo admiraba muchísimo la estética que manejaban Gorlero y Nava, encontraba muy difícil que se le diera vida a los montajes, pues de pronto teníamos una producción como La vida es sueño de la que dimos menos de 20 funciones y que tenía una escenografía grandísima, que no teníamos cómo guardarla ni cómo transportarla. Recuerdo que en una ocasión tuve que desmontarla yo solo y esa fue una experiencia endemoniada para mí. Habíamos dado dos funciones en el Teatro del Pueblo -que por sus condiciones, es el lugar más inhóspito que hay en la ciudad-. Me recuerdo lazando la escenografía como cowboy, lazando la parte de arriba de la torre para amarrarla, haciendo una especie de polea para poder ir desarmándola y que no se me viniera abajo; me recuerdo perfectamente lazándola, tenía que llegar el lazo once metros arriba, luego llegar al paso de gato, amarrar y después desatornillarla, porque me quedé solo, como solía ocurrirnos, y me parecía un pecado abandonar esa escenografía a la buena de Dios en el Teatro del Pueblo; me parecía una barbaridad abandonarla ahí.

Tuve entonces que replantearme cómo hacer algo que yo pudiera meter en una maleta y que al mismo tiempo tuviera la consistencia y la solidez que necesitaba.

En ese sentido, primero vino una obra, que no sé si ya era escenografía pero que se le aproxima: La secreta obscenidad de cada día, que es un espacio muy kitsch, una pequeña tarima de una forma irregular muy caprichosa, con un tapete de pasto de plástico pero con una banca auténtica de jardín. Esa es realmente mi primera escenografía, la que yo consideraría que se empieza a acercar a serlo. La iluminación fue de José Enrique Gorlero.

Él y yo tuvimos una colaboración muy libre que también me abrió muchas puertas, porque me ayudaba a aprender y me hacía perderle el miedo a las otras áreas del teatro, nunca me dio miedo brincar de un área a otra, nunca me dio miedo ser el asistente o el productor y a José Enrique no le daba miedo ser el iluminador, por ejemplo, o el que hacía la dramaturgia; fue una colaboración muy rica y muy estimulante que después tuve con Luis Mario Moncada, porque a Luis Mario no le da miedo ser actor, él se sube al escenario como actor y se baja como dramaturgo. Ese tipo de colaboraciones me han dado mucha libertad. Mis compinches de trabajo tienen un poco esta misma filosofía como de no tenerle miedo a otros ámbitos excepto cuando dices: "Aquí ya. Esto sí no lo puedo hacer".

Otro aspecto que me llevó a involucrarme con el espacio es que yo tenía necesidades que para los escenógrafos eran un poco primitivas, muy elementales, pero que para mí eran importantes. Por ejemplo cuando hicimos Carta al artista adolescente, para mí era obvio que el teatro La gruta, era muy feo -ahora es una preciosura, La gruta que es como mi casa, donde he hecho y deshecho- no tenía el foso, no tenía la altura actual, no había parrilla, eso se dio después, de hecho se dio gracias a Carta al artista adolescente, porque hicimos una función especial para Rafael Tovar y de Teresa para demostrarle que valía la pena apoyar un espacio como éste, y de esto me siento muy orgulloso. Pero antes de eso, los masking tape colgaban a diestra y siniestra y los cables eran de todos colores y estaban a la vista pegados con un clavito; el espacio era tan agresivo en su precariedad que yo necesitaba concentrar mi atención en el actor y borrar el espacio de alguna manera, sin que fuera en detrimento, sin que necesariamente fuera una escenografía que estuviera parchando esto sino que concentrara la atención, así fue como nació el cubo amarillo de Carta al artista adolescente, un pequeño teatrino de un color muy luminoso que jalaba toda la atención y que te hacía olvidarte de los masking tape que estaban alrededor.

Yo sentía que si le pedía eso a un escenógrafo se iba a ofender, porque sentía que era muy elemental, sentía que era muy simple y que me iba a decir: "A ver, a ver, yo quiero hacer una escenografía como Dios manda", pero ni teníamos dinero para eso y yo prefería anular el ámbito más que crear una escenografía. Yo lo que quería era que se vieran los actores, entonces mi espacio era funcional, como lo fue el de La secreta obscenidad de cada día.

Entre estas dos obras también tuve la mala experiencia de una producción que se nos fue de las manos, con Arturo Nava, que fue El árbol de humo, otra obra de Sabina Berman. Fue la primera vez que yo tuve dinero para hacer una obra y se me fue de las manos, pagué mi novatada porque de pronto supuse que al tener dinero ya no tenía que hacer esas cosas que yo solía hacer y de pronto, el productor ejecutivo decidió cambiar el material con el que se iba a hacer la escenografía; originalmente era de madera pero decidió hacerla de fibra de vidrio y eso, en lugar de ser un tiovivo encantador como era el diseño que tenía Nava, se convirtió en un moco gigante de King Kong. Recuerdo la pesadilla de llegar a Ciudad Neza con Alberto Orozco, el constructor, y ver los enormes pedazos de escenografía distribuidos a lo largo de la calle, era como de película de Fellini, era como un enorme gorila muerto en una película de Ferreri, era una pesadilla. El mismo Nava de pronto dijo, "Híjole, cómo se nos fue de las manos. Hoy que tenemos dinero, se nos va de las manos". Ese montaje fue justo antes de Carta al artista adolescente.

Hubo otra producción en que colaboré con Gloria Carrasco donde también estuvo presente mi inexperiencia. Hicimos La tempestad de Shakespeare en uno de los primeros proyectos de teatro escolar fuera del Distrito Federal. Gloria era la escenógrafa y yo el director, pero como era una idea interdisciplinaria, incluía la obra de un escultor que puso en medio de la escenografía una escultura que a mí me resultaba terriblemente incómoda; supe que era un escultor muy importante, porque decían que sus esculturas estaban en el zócalo de Oaxaca y eran muy alabadas. Después, años después, pusieron una de sus esculturas en la casa de Francisco Toledo y él pidió que la quitaran y como no lo hicieron, él la quitó con un mazo. Creo que yo también debí haber sido tan radical como Toledo, pero no tuve los pantalones. Era un poco este dilema de cómo pido las cosas y llego a un acuerdo con el escenógrafo.

Un poco atemorizado también de herir susceptibilidades fue que empecé a diseñar mis espacios, pero sin un ánimo estético, sino puramente funcional. Creo que la primera vez que surgió la necesidad de lo estético, y fue tremendamente obvio, fue cuando hice Visitas inesperadas que era una obra sobre Remedios Varo. Ahí ya estaba entusiasmado con la escenografía y venía de una experiencia muy polémica que fue Superhéroes de la aldea global. Polémica incluso al interior de mi equipo de trabajo porque Luis Mario Moncada nunca estuvo de acuerdo con el espacio, que a mí me gustaba muchísimo; y yo no estuve de acuerdo con el formato, con la distancia a la que me quedaba el público de la escenografía y que era una cuestión de isóptica; yo siempre pensé que Superhéroes era una obra que tenía que estar con la nariz del primer espectador dentro de la escenografía. Y por el ángulo de la isóptica, Gabriel Pascal me lo mandó casi a ocho metros de la primera nariz y esto determinó también la relación con la obra, y otra vez, hubo que pagar la novatada de un gran montaje lleno de condiciones técnicas que yo tenía que aprender a utilizar.

En México no aprendes el formato grande hasta que estás con el agua en el cuello y estás ya sin salvación; Gabriel Pascal, el escenógrafo de esa obra, es un escenógrafo fantástico, yo admiro mucho su trabajo y sin embargo de pronto yo decía, "¡Por qué está tan lejos mi escenografía!" Y tenía, además, muchas necesidades técnicas, integrar el uso del video, por ejemplo; teníamos también un grupo de rock, que eran Los niños héroes y que implicaba otras necesidades. Esta obra fue muy interesante, muy importante para mí, un gran aprendizaje, insisto, muy polémico; fue una obra que en realidad fracasó, una obra a la que el público no quiso ir, una obra que no encontró su público, fue una obra cara en la que a mí me angustiaba mucho la responsabilidad de la imaginación porque una cosa es que sueñes con un gran espacio que empieza a crecer y crecer y crecer y otra, que tenga sentido; yo me preguntaba si lo que estaba pidiendo no era un capricho, o una tontería, o si valía la pena. Creo que esa es la angustia del escenógrafo: saber si lo que está haciendo, si la cantidad de recursos que empiezan a surgir como necesidad tienen un sentido. Es una responsabilidad del escenógrafo y del director.

El rasgo generacional. Luego de la caída del Muro de Berlín

Estas experiencias y el contexto en que nos comenzamos a mover como generación, creo que, de alguna manera, fueron liberadoras. No lo veo sólo como algo negativo, tiene rasgos positivos. Y es que mi generación, con todo el mérito que tiene, somos producto de Lo que cala son los filos, que fue un parteaguas, porque antes de Mauricio Jiménez creo que todos estaban convencidos que sólo se podía hacer teatro como lo hacían los maestros, que eran los mismos de ahora: Ludwik Margules, Héctor Mendoza y Luis de Tavira. Hay una brecha muy grande entre ellos y mi generación.

Así que fue Mauricio Jiménez quien dijo: "Bueno, podemos hacer teatro si encontramos una buena convención, en donde sea, en las escaleras de donde sea, contado de la mejor forma, con una gran economía de recursos." Eso para mí fue muy revelador, muy liberador. De pronto a mí se me achaca mucho haber abierto una puerta en el formato pequeño y práctico, pero creo que quien abrió la puerta fue él. Lo que pasa es que abrió una puerta que da a muchos lados, y lo ha pagado duro. Creo que Mauricio pagó el pecado de ser Prometeo y creo que lo sigue pagando. Mauricio Jiménez es uno de los directores a los que más se le exige, como a ningún otro, lo que me parece despiadado. Yo recuerdo, después de Lo que cala son los filos, lo que hizo de Sor Juana Inés de la Cruz con Margarita Sanz, Es más laberinto, y era hermosísima, tenía momentos realmente brillantes y sin embargo, el medio fue durísimo con él.

En estas circunstancias, yo venía, también, de un intento de hacer teatro de grupo, de un intento tardío de hacer teatro con una cierta ideología y con una cierta ambición no sólo artística, (porque creo que esa afortunadamente la conservamos), sino una visión ideológica y espiritual muy concreta que es el objetivo del teatro de grupo que trajo por ejemplo, Contigo América y más atrás, Santiago García y El Galpón. Una tendencia a la cual nosotros tardíamente tratamos de engancharnos, y ya no pudimos hacerlo porque se cayó el Muro de Berlín y no había donde clavar el clavo, ese clavo del que queríamos colgar nuestra ideología no estaba en ningún lado.

De ahí nace Teatro de Arena, con la intención de ser los hijos rebeldes de esa postura en la OTIN, porque todavía pertenecimos a la Organización de Teatristas Independientes. Para ellos éramos decadentes, nuestros temas eran decadentes y casi burgueses, y nosotros decíamos: "¿Y por qué no puede haber esta postura en un espacio en donde estamos hablando de democracia y estamos hablando de libertad y del ir y venir de los librepensadores?" Tener esa postura nos permitió ser un poco cínicos y un poco cómodos y decir: "¡Ah, se cayó el Muro de Berlín, entonces seamos otra cosa!", cosa que no les fue fácil a los demás. En primer lugar a Contigo América, que era el eje de toda esta postura, y en seguida a todos los otros grupos que desaparecieron, pues no había nada que los sostuviera en ese momento.

Teatro de Arena se convirtió en una compañía que tenía que sobrevivir como fuera y en donde la postura estética fue lo más importante. Era una ambición más modesta, ya no queríamos hacer la Revolución ni cambiar el país, sólo queríamos contar una historia, decadente o no. Los medios que teníamos entonces condicionaron mucho nuestra postura, después entramos al sistema, es decir al teatro institucional, a los espacios institucionales y ajustarnos fue muy duro. Superhéroes de la Aldea Global fue la prueba de fuego y la pagamos muy fuerte, hemos aprendido sobre la marcha y hemos pagado todas nuestras culpas.

Del aprendizaje a la creación personal

Una influencia muy importante en mi vida teatral es la de Alejandro Luna, aunque yo no he estado, ni remotamente, cerca de él. Luna dice algo que para mí es fundamental, que no siempre lo cumple, pero que para mí es muy valioso: que la escenografía no es la creación del volumen, sino la creación del vacío por donde transita la puesta en escena. Esa se me hace una idea tremendamente generosa y valiosa para todos, para el director, para el actor, para todos. Insisto, no siempre la cumple pero esta idea me parece reveladora, me ilumina, me dice por dónde caminar.

También me identifico totalmente con lo que dice Luna sobre que escenografía es dirección. A veces siento que soy capaz de ser el escenógrafo de mi dirección, es decir ser director-escenógrafo, pero a veces, desde que leo el texto sé que necesito un codirector que es el escenógrafo, como fue en el caso de Interiores. Interiores no fue un formato natural para mí, pero en formato grande es lo más logrado que he hecho y me siento orgulloso. Era una escenografía de Phillippe Amand y yo asumo que, de todo a todo, el coodirector es Phillippe. Yo no hubiera podido hacer Interiores, sin un escenógrafo o coodirector, ni tampoco Fausto ni Superhéroes de la aldea global. Hay obras que sí puedo hacer conmigo mismo, pero depende del formato y del texto.

Antes tenía una convención que me ayudaba a decidir si necesitaba o no un codirector o escenógrafo, y era que si la obra me permitía pasar de un espacio a otro sin dificultad, la podía resolver yo solo.

Pero hay una primera obra, El Ogrito, que me hizo crecer como escenógrafo. Al leerla, pensé: "Yo, esta obra, no la puedo resolver como escenógrafo, yo no puedo pasar por los espacios por los que la autora me está pidiendo pasar impunemente, no puedo hacer estos brincos que me pide". Y de pronto, Otto Minera, me pide que yo haga el concepto completo y después de pensarlo muchísimo y de darle muchísimas vueltas y además muy influido por la concepción y el formato de Philippe, me decidí a hacerla. El Ogrito es una obra para la que hace años, yo hubiera necesitado un escenógrafo para resolverla.

En el asunto de los presupuestos, yo no me quiero esperar a tener dinero o que eso condicione mi trabajo. Con Agua Blanca, por ejemplo, tuvimos el Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos que pagó exclusivamente a los actores, los derechos de autor, a la productora ejecutiva y ya. Todo lo demás fue mi beca del Sistema Nacional de Creadores. La producción siempre se pensó que fuera el vacío de La gruta o el vacío del teatro en el que se presentara. Crear un vacío en el teatro es muy caro, es una construcción: pintar esos huequitos que quedaron y hacer que el piso se ponga derecho y todas esas cosas tienen su chiste y tienen su costo también, entonces para mí es como parte de un ejercicio, regresar a un formato que me obligue a pisar tierra. También me interesa mucho atender las condiciones espaciales y conceptuales del texto y del espacio en el que estoy trabajando. El más notorio es Naturaleza muerta y Marlon Brando en donde había un piso blanco con una media pared que venían del hueco natural que está a mano izquierda-espectador y que era muy barato y que estaba como arrancado del espacio natural del teatro. Eso es parte de cómo veo el teatro, eso está muy ligado a la arquitectura natural del espacio en que va a ser creado el teatro y a las necesidades de producción, nunca veo el planteamiento estético por encima de eso.

Con el tiempo creo que ya tengo un proceso de trabajo propio: parto del espacio en el que voy a estar, no puedo imaginar algo que no voy a poder tener, algo que sé que no voy a alcanzar a pagar, siempre estoy entre el sueño y la contabilidad, entre la fantasía creadora y el "para cuánto me alcanza".

Cómo convertir ese espacio en una convención, me parece lo más importante, porque yo creo que si un poder tiene el teatro, es el poder de la convención, de hacer creer que algo puede suceder ahí.

Cuerpo y alma, fue un gran paso. Enrique Singer me llamó para ser escenógrafo, es la primera vez que me pagan para ser escenógrafo. Fue una responsabilidad tremenda y me dio muchísimo miedo; en otros montajes, los míos, yo sabía que no me iba a reclamar a mí mismo, pero ahí mi fantasía era que me iban a regresar todo, como ocurre a veces. Afortunadamente no fue así, tuvimos una colaboración muy rica.

Enrique fue muy respetuoso en el sentido de entender que yo soy director y que escenografía es dirección, y aun cuando él tomo sus determinaciones y yo trataba de detenerme cuando me parecían terrenos que no eran de mi incumbencia, él me dejó desarrollar completo el concepto y fue muy bonito porque pude desarrollar el aspecto estético desde el principio; plantearme el puro lenguaje estético fue muy placentero y además ahí tuve los mejores materiales con los que he trabajado. Era una escenografía que parecía un espacio vacío pero los materiales eran muy caros, cada cuadro, pintados uno por uno por Paso de gato, era una pieza única y era un lujazo, y creo que le di a Enrique un espacio donde había mucha libertad para generar convenciones.

Por otra parte, yo trabajo domesticando el espacio, por ejemplo, antes de Cuerpo y alma, acababa de hacer Filoctetes en la Sala Xavier Villaurrutia, que conocía muy bien como actor porque la escuela de teatro estaba ahí, pero cuando hice Filoctetes como escenógrafo y director, tuve que cambiar la escenografía tres días antes porque todos mis cálculos estaban equivocados. Yo creía que podía aforar de una manera y me di cuenta que por la cercanía del público, el afore que estaba yo imaginando era imposible o si no imposible, era muy desagradable; como dice Luna, "Unas telas negras son unas telas negras", y no desaparecen porque creamos que desaparecen; están, son volumen, y la escenografía de Filoctetes fue tremendamente pesada para la Sala Villaurrutia, era adecuada para el teatro Orientación o para El galeón pero para la Villaurrutia era asfixiante. Tuve que quitar todo, dejar la caja negra en su mínima expresión para que me diera aire en la escenografía que tenía yo planteada.

Como ya tenía esta experiencia para Cuerpo y alma dije: "Ahora voy a domesticar la Villaurrutia", y esa fue mi premisa, y eso fue lo que hice, la escenografía era el afore, eran dos paredes que en realidad estaban aforando entradas y salidas de los actores. Entonces partí del mismo principio: qué espacio tengo, qué necesito, la diferencia fue que pude usar mejores materiales.

También me considero muy respetuoso de los autores, creo que son el origen, no me gusta adornarlos, creo que hay que revelarlos y Cuerpo y alma me permitió además ser un eco del autor, cosa que en otros montajes no tengo posibilidad. En Carta al artista adolescente, por ejemplo, el cubo amarillo ni remotamente tiene que ver con Joyce, es una arbitrariedad. En el caso de Cuerpo y alma, yo sentía que debía utilizar materiales y un vacío que me remitieran a lo que John Mighton, el autor, nos estaba pidiendo como una naturaleza del espacio y que eran cosas muy específicas.

En Cuerpo y alma la posibilidad era que las texturas, el espacio mismo, reflejara al autor, es decir, mi interpretación del autor; todo era un mausoleo que se metía de alguna manera en el hábitat, en las casas de estos personajes, en su vida cotidiana; quería también jugar desde el sentido del humor, que no fuera tan solemne sino que tuviera un juego teatral, que el espacio tuviera secretos y que fuera un poquito kitsch, que es algo que no puedo abandonar, que es parte de mi naturaleza y que Enrique utilizó muy bien.

La formación y los símbolos personales

Yo no soy un tipo culto, no vengo de una formación culterana, vengo de una escuela pública. Mis amigos, por ejemplo, estuvieron en escuelas muy buenas y veo la diferencia, ellos aprendieron otras cosas y tienen otros referentes y cuando veo lo que saben me digo: "Qué burro soy, tengo que leer este libro y este otro" y voy y los leo.

Lo que sí tengo es una muy buena formación sentimental, esa es mi escuela, la del amor; mi casa estaba llena de amor y falta de muchas cosas. No había libros, por ejemplo; el primer libro que llegó a mi casa lo llevé yo cuando estaba en la secundaria, porque yo lo compré y fue extrañísimo. Me decían: ¿Compraste un libro? ¿Y para qué sirve? ¿En la pata de qué sillón lo ponemos?, porque no teníamos un librero. Comprar un libro implicó comprar un librero, porque no existían en mi casa.

Como decía, yo me eduqué en el cine, en el que estaba enfrente de mi casa y al que iba no por lujo sino por necesidad porque mi mamá trabajaba y como madre soltera, para poder trabajar en la tarde, me mandaba al cine para ver las películas de Julio Alemán como Rocambole y las de Santo contra las mujeres vampiro y las de Juan Gallardo en Juan Charrasqueado, esa es mi educación y creo que fue una educación riquísima porque después pude llenarla de otras cosas. Y además, ahí hay algo que me es muy natural: Rocambole sí esta en mi subconsciente, tanto como Lorena Velázquez y Maura Monti, que sí me gustaban y la televisión también me intrigaba y me apasionaba, entonces como que no lo puedo hacer de lado tan fácilmente.

Para mí Bergman era aburridísimo, era algo indescifrable; ahora para mí Bergman es Dios, y Dios-Dios es Tarkovski, pero al principio era difícil. Claro, a mí me gustaría hacer una obra como Tarkovski pero creo que estoy más cerca de Juan Orol. Estoy entre ambas estéticas y no me angustia, al contrario.

Por otro lado, yo soy gay y la cultura gay es tremendamente frívola, por ratos me enoja, me enoja tanto -no el ser gay, sino la cultura gay- por ser tan banal, tan superficial y porque busca lo superficial como un fin en sí mismo, se vanagloria de eso que me enoja mucho, pero también me formé en esa cultura, también es parte de mí y no la puedo desechar tan fácilmente; lo que me preocupa en realidad no es seguir ese camino sino ver si es realmente parte de lo que quiero decir.

Creo que el estilo se va construyendo con la suma de los trabajos y con el reciclaje de los materiales y de las ideas. Llevo quince años utilizando la misma maleta y la repito y la repito, sólo le cambio el color pero eso es también parte de una necesidad, a veces el estilo es parte de una necesidad. Muchas escenografías en realidad son un reciclaje, son un disfraz para poder volver a utilizarlas, pero también son la acumulación de la experiencia y el conocimiento, reciclas una idea y se vuelve mejor.

Dicen que los artistas cuentan la misma historia una y otra vez y yo lo creo. Hay elementos que de pronto aparecen en un montaje y no se vuelven a ir, a veces no los noto yo, viene un espectador y me lo dice y me impacta mucho, hay algunos que son muy obvios, pero otros que de verdad yo no me daba cuenta. Por ejemplo el uso de un vaso de agua, que aparece recurrentemente y que me di cuenta de que apareció después de mi estancia de dos meses en el hospital. Y me dije: "Claro, es el vaso de agua para tomar las medicinas", que no es un vaso con alcohol, que no es refresco, es agua, que te pone en otro estado, que te pone en otra necesidad y así, creo que el vaso de agua es parte de la escenografía, es un signo, y así han ido evolucionando algunos elementos: la maleta; la silla, que no se va de mis historias, siempre está en un ángulo; la pared de diferentes texturas y materiales, pero siempre una pared en dónde recargarse, sea real como en Agua Blanca o sea ficticia, al grado de fábula, como en El Ogrito.

El espacio en el corazón del teatro

Mi estancia en el hospital me marcó definitivamente. Creo que para nuestra generación, la del sida, el hospital se volvió un hábitat. Yo había estado en el hospital con muchos amigos, pero nunca como enfermo y cuando me tocó a mí ser el paciente fue tremendamente violento, me hizo un antes y un después y creo que la influencia que eso tuvo en mi expresión todavía está en proceso y va a tomar un buen tiempo.

Ahora sé que el infarto me dio en el momento más adecuado de mi existencia porque fueron dos minutos sin signos vitales, y eso fue muy violento, fue una experiencia que ha sido un milagro procesar. Sin embargo, en su momento, yo estaba eufórico con la experiencia, después del infarto yo me quería regresar a mi casa inmediatamente, tenía la energía que no había tenido nunca y los doctores me explicaban: "Tu cuerpo está eufórico porque estuvo muerto, esa fue una experiencia, tú crees que estás bien pero en realidad estás mal, la mitad de tu corazón está inactivo en este momento y hay que hacerte cosas, no te puedes ir, tú crees que te puedes ir, pero no". Esa percepción me impactó muchísimo.

"¡Cómo!, si yo nunca me he sentido más lleno de vida que en este momento", me decía y al recordar mi trabajo de entonces pensaba: "Bueno, como literalmente vi el túnel y la obra que ahora estoy haciendo trata sobre eso, voy a salir y voy a hacer mi mejor montaje sobre Hamlet", y no, gran error, ese fue el montaje más angustioso. Por primera vez me faltaban palabras para explicar lo que quería decir.

Me preguntaba a qué se parece eso de lo que yo quería hablar y creo ahora que poco a poco me estoy acercando a esa habitación, a la que yo llamo la "habitación de al lado", ese lugar a donde vas después o entre esto y lo que sigue, pero que es un lugar concreto, que existe, porque estuve por dos minutos ahí, y es una habitación, no es un link, no hay nubes, no hay San Pedro, hay una habitación de al lado, que para mí es la habitación teatral de la que quiero hablar de alguna manera.

Por ejemplo, en Agua Blanca me acerco a eso, es una habitación que no está en ningún lado pero que tiene una forma muy concreta, son las paredes de La gruta donde lo que determina esta existencia particular es lo que sucede, es decir esta transmutación, este movimiento de la personalidad, este ser tú o ser yo, esta arbitrariedad de los pensamientos que van pasando de Erika de la Llave a Ari Brickman; o la posesión espiritual que hace que Ari Brickman diga un texto de la Biblia o un texto venido de quién sabe dónde, es lo que determina a final de cuentas la existencia.

Eso es lo que más se parece a mi estancia hospitalaria, y tiene que ver con el espacio, es lo más despojado que yo he visto y es a donde quisiera ir, a un espacio completamente despojado donde las cosas flotan, incluso las palabras. Porque según yo, en esos momentos, de crisis vital, las palabras no sólo tenían sonido, sino tenían forma como las proyecciones que hago en El Ogrito o En la vida no vale nada. Según yo, todo lo que escuchaba, lo veía. En esos dos minutos escuchaba lo que los doctores decían en el aquí y ahora, decían: "Hay que hacer esto, póngale tanto de tal cosa" y, al mismo tiempo, escuchaba a mi madre llamándome desde la cocina pero con su voz de cuando yo tenía cuatro años y yo veía la voz que caminaba por el patio de mi casa. O no, no que caminaba, se desplazaba como una ola hasta llegar a mi cuarto, era una forma concreta; la forma más próxima que yo tengo de expresarla es como un proyector de diapositivas, es decir ponerlo como una palabra sobre la escenografía como en La vida no vale nada, donde las palabras se movían en el piso, en la pared, pasaban entre los actores y luego se iban, eso es como lo más próximo; no es, pero es lo que más se acerca.

Esa experiencia, por supuesto que ha determinado muchas cosas y ya en el chiste, que además todos mis amigos me lo recuerdan, en medio de la voz de mi mamá y de los doctores que decían "Hay que desfibrilar" y esto y aquello, yo escuché una canción de Juan Gabriel, ¡pero sólo veía la letra que se desplazaba alrededor mío de un lado a otro! y eso es parte de lo que se activa en tu conciencia. Y eso es también un espacio, un espacio que es teatro, en el sentido en que yo creo que teatro es conciencia, es un espacio donde ideas y emoción son conciencia. Yo no creo que conciencia sea una cosa racional, sino una cosa que determina al ser humano y que es un ámbito concreto; mi ideal en el teatro es que en cuanto la luz aparezca, el espacio sea capaz de decir la conciencia de qué personaje o de qué persona se está expresando ahí: la conciencia de Hamlet, la conciencia de el Ogrito, la del autor y que se puede identificar con cualquier persona, porque yo creo que el teatro tiene una función muy simple, dado que lo hacen seres humanos, solamente te recuerda que no estás solo en el universo, aunque lo parezca. Creo que las más de las veces tenemos la sensación de que estamos solos, creo que la soledad es el peso más grande que tenemos los seres humanos, porque es real, en la práctica estamos solos, finalmente tenemos que resolver las cosas como podamos, aunque tengas una familia amorosa, un marido ejemplar, unos hijos divinos, la soledad es el gran peso, el gran vacío. Y yo creo que en el teatro, por muy mala que sea la obra, ves a un ser humano al que le pasan algunas cosas con las que tú tal vez coincidas. En ese sentido creo que la escenografía debería ser un espacio similar, un espacio reconocible, un espacio que le diga al espectador, estoy contigo, que es el fin último y primero del teatro para mí: el reconocimiento del ángulo de dos paredes donde se recargó alguien a quien yo conocía, a quien amé, a quien odié, a quien deseé, a quien arrinconé, algo que puedas reconocer y que tiene que ver con la escenografía.

José Enrique Gorlero siempre decía, citando a Cocteau, que el teatro es el privilegio de la carne y yo lo repito cada vez que puedo, porque creo que sí tiene esa cualidad, pero al mismo tiempo, el hecho de que sea tan vivo, implica que sea tan frágil, porque aun la obra más aburrida tiene el aliento de un ser humano que está ahí parado y al que yo soy adicto, soy verdaderamente adicto, como hacedor o como espectador.