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CAMBIOS PARADIGMÁTICOS DEL TEATRO MEXICANO S. XX Y XXI | ||||
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En México han existido diversos tipos de representación titeril: de hilos o marionetas, de guante o guiñol, de sombras, por manipulación directa y puppets, entre muchas otras; sin embargo, las que han dejado una profunda huella en la historia y que han hecho aportaciones significativas a su desarrollo han sido las de hilo y guante.
China Poblana. Colección de títeres del INBA
Renacuajo paseador de la colección de títeres del INBA
Desde la vida social en la capital novohispana, han existido diversiones callejeras, que eran de las más numerosas y variadas además de ser muy gustadas y concurridas. Las autoridades establecían una jerarquía entre ellas, que iba desde las francamente nocivas a las beneficiosas para la sociedad. Esta jerarquía reflejaba en buena medida la de los grupos sociales que gustaban de dichas diversiones. Así, el carnaval en el que participaban, sobre todo los indios de las afueras de la ciudad, fue la diversión combatida con más tenacidad. En el siglo XVIII, eran en buena medida las clases populares de la ciudad las que marcaban el ambiente que reinaba en las vías públicas.
José Guadalupe Posada. A la cuerda los que quieran... Ilustración para el periódico El Jicote. Foto de la colección de Beatriz Zamorano
Los artesanos, los aguadores, los vendedores ambulantes, los más abundantes léperos y mendigos, no sólo formaban el grueso de la población de las calles, sino que eran también los que las ocupaban en forma más permanente. Entre los que ocuparon las calles y las animaban estaba una multitud de pequeños espectáculos callejeros del agrado del pueblo: maromas, títeres, animales exóticos, fuegos ilíricos, máquinas de hombre invisible y otros. Estos actores marginales, estos habitantes de la anomia social, estos locos públicos, concentraban en ellos las capacidades de inversión y de sátira sociales que el pueblo no podía manifestar abiertamente en las calles. Era una especie de pequeño carnaval ambulante y semiprivado.
María Izquierdo. La carreta, 1940. Beatriz Zamorano
El oficio y el espectáculo de los autómatas gozó, no sólo del favor del público que sin importar su condición social acudía a los teatros, jacalones o donde fuera para disfrutar de la fiesta de los títeres, sino de la élite ilustrada que vio con buenos ojos una diversión tan edificante. En las afueras de los mercados, en las escuelas y plazas públicas, estas marionetas mexicanas contribuyeron a la creación de una identidad. Porque el fenómeno es dialéctico: no es lo mismo saberse mexicano que verse representado, como tal, en un teatro de marionetas.
La clasificación, proveniente de las taxonomías raciales que se hicieron durante la colonia (con el mestizo, el cambujo o el saltapatrás), permitía a los espectadores mirarse en el teatrillo de marionetas, observar sus caricaturas, sus costumbres y también descubrir asombrados el rostro de una identidad naciente que los diferenciaba y los hacía únicos y distintos. Evidentemente el cuadro de costumbres venía acompañado de los episodios nacionales, otra forma de construir una identidad y una memoria.
Los títeres tenían la característica de transformarse en esos tipos sociales mexicanos que animaban las calles: el lépero, el catrín, la china poblana, el aguador, el gendarme… además poseían una gran imaginación e intuición para retratar los intereses y los gustos populares, el espectáculo de marionetas, de ese entonces, se nutría del clamor popular.
Gendarme. Colección de títeres del INBA
Para las compañías de muñecos que trabajaban en la periferia del primer cuadro de la ciudad, el panorama cambió radicalmente hacia la segunda mitad del siglo XIX. El triunfo republicano que pretendió acabar con los vestigios del virreinato, trazó, en el ámbito de la cultura, un rumbo distinto para el país. La élite liberal que tomó las riendas de la reconstrucción nacional vio en las artes populares y en las diversiones callejeras una forma de exaltar los ideales nacionalistas y patrióticos del México Nuevo.
Baile de fantasía con títeres Rosete Aranda. Colección de títeres del Museo Rafael Coronel, Zacatecas.
Fue hasta este momento cuando los títeres perdieron el carácter trasgresor que durante la centuria anterior los había definido, pero conservaron su esencia popular logrando arraigarse a la vida cotidiana y en el sentir del pueblo mexicano, preservando su carácter carnavalesco y como poderoso dispositivo identitario.
El espectáculo de los títeres, que por más de un siglo fue condenado, tuvo su apogeo en la segunda mitad del siglo XIX y éste no se explica sin el movimiento independentista y el subsiguiente triunfo republicano. Los títeres se convirtieron en baluarte de la vida republicana, fueron de los primeros brotes culturales que dotaban al naciente país de una fisonomía propia e intransferible. De entre los muchos titiriteros que surgieron, sobresale el nombre de los hermanos Rosete Aranda, cuyo linaje recayó, años más tarde y en otro contexto de nuestro devenir histórico, en manos de Carlos V. Espinal, único capaz de resucitarlos e insertarlos en los vaivenes del México posrevolucionario.
Personal de la empresa Carlos V. Espinal caracterizados. Acervo Carlos V. Espinal / Rosa María García Espinal.
De este modo se fue consolidando el espectáculo titeril; de ser la diversión trasnochadora y marginal, las comedias con muñecos alcanzarían, en tiempos de don Porfirio "un poder cultural sobre otras diversiones populares de la época".
A inicios de este siglo, ya se había terminado el monopolio teatral; el teatro que había sido durante la colonia un territorio común se había escindido en un teatro culto y en uno popular. El público huyó del teatro culto –que había aumentado los precios de las entradas– y buscó otras formas de diversión más accesibles para su economía, como los espectáculos ligeros de corte popular.
Esta ruptura benefició a los hermanos Aranda, a quienes el destino colocó en una zona de la ciudad donde existían grandes novedades en el campo de la recreación que atraían a los habitantes de los pueblos aledaños. En estas zonas destacaban las distracciones populares como el juego de pelota, el billar, las peleas de gallos y las corridas de toros.
Cuadro de la pelea de gallos: La pelea de gallos. Colección de títeres del Museo Nacional del Títere Rosete Aranda, Huamantla, Tlaxcala.
La corrida de toros. Colección de títeres del Museo Rafael Coronel, Zacatecas.
Con estas formas de entretenimiento, el imaginario de la familia de titiriteros se nutrió y se desarrolló con las leyendas populares, los sucesos sociales, religiosos, los acontecimientos históricos y las novedades en el campo de la invención.
Los elementos de la cultura popular permitieron a los Aranda crear pequeños espectáculos en atrios de iglesias, mesones, y corrales de comedias destinados a los títeres. La transformación social afectó su incipiente repertorio y estética, y sus creaciones se volvieron una copia en miniatura de cuadros típicos mexicanos en los cuales se reproducían los hábitos del pueblo, costumbres, leyendas, anécdotas, sucesos políticos, históricos y sociales. Y todo esto salpicó, con los juegos de palabras característicos del lépero, el caló bajo del pueblo y la malicia pintoresca y estoica de los valedores, elementos que fueron estudiados para producir efectos cómicos en cuadros como La pelea de gallos, La corrida de toros, Los paseos de Santa Anita, La llorona, La recepción de un santo, Las 4 apariciones de la virgen de Guadalupe y entre otros. En todas estas obras, los Aranda crearon muñecos, inspirados en los personajes de corte popular y nacidos de la cultura del pueblo, tales como chinas poblanas, borrachos, comerciantes, así como prototipos de imágenes religiosas: la virgen de Guadalupe y algunos santos.
Un casamiento de indios con títeres Rosete Aranda. Colección de títeres del Museo Rafael Coronel, Zacatecas.
Los títeres de Carlos V. Espinal también hicieron lo propio en sus primeras apariciones. Estos muñequitos que todavía conservaban su espíritu republicano, su origen rural y su aire provinciano, se adaptaron rápidamente a la caótica vida metropolitana. Modificaron su modo de hablar, de comportarse, de vestirse; y aunque parezca extraño, debieron asumir la pobreza, como un vehículo para comulgar con éstos que ahora serían algunos de sus públicos.
Don Emilio Espinal en su taller de marionetas. México, Distrito Federal. Año: 1950. Acervo Carlos V. Espinal / Rosa María García Espinal.
La carpa como hábitat de estas empresas, era pobre, pero a su vez era un espacio que rehabilitaba su pobreza en la búsqueda de una forma de belleza, dentro de un grotesco no ejercido a propósito, sino estimulado por las propias condiciones socioeconómicas; sin embargo, la puesta en escena de ese grotesco se desarrollaba en un ámbito festivo, lúdico, que proporcionaba campo fértil al imaginario colectivo y transformaba sus escasos recursos en paradigmas de belleza particular.
Las carpas eran de las pocas que presentaban títeres entre sus variedades. Al principio éstas sólo aparecían en los entreactos o para pasar de un número a otro y las más de las veces para calmar a sus rudos espectadores, acostumbrados a lanzar objetos al escenario cuando no les gustaba lo que veían. Pronto los autómatas comenzaron a rivalizar con las vedettes y los sketcheros, ganándose el afecto del público que les exigía, a los empresarios, cuadros más completos con sus títeres.
El público de barrio era exigente, sus paradigmas no eran los del arte con mayúsculas, sino aquellos inspirados por su sensibilidad aunada a los esquemas que podía o deseaba copiar y traducidos a su propio lenguaje; demandaba reconocerse, precisamente, en su heterogeneidad.
Esos públicos formados al calor de la lucha revolucionaria y dentro de los escenarios del teatro frívolo lograron inventariar nuevos tipos, establecer sus propios códigos estéticos y construir, al margen de las disputas estériles en relación a los "ismos", una estructura espectacular que los definía y los mostraba en carne viva –aun cuando después toda esa potencialidad les haya sido arrebatada y sometida a los procesos de la comercialización.
La carpa, instalada en el parque Juárez en Jalapa, Veracruz. Año: 1930. Acervo Carlos V. Espinal / Rosa María García Espinal.
Carpa de la Cía. Rosete Aranda. Empresa Carlos V. Espinal. Año: 1924. Fondo La Carpa en México. INBA-CITRU.
La política económica alemanista aceleró la industrialización del país y privilegió la empresa privada. En el ámbito de la cultura, aquellas expresiones populares tan genuinas, que de manera autónoma se venían construyendo, perdieron vitalidad. La ciudad en constante expansión, aniquiló los espacios de recreación en los que la población urbana de escasos recursos se agrupaba. La empresa carpera dejó de ser exitosa; fue absorbida por la floreciente industria televisiva que integró el modelo espectacular de ésta y no a muchos de sus artistas.
Teatro Carpa Gran Cía. de Autómatas "Rosete Aranda" Empresa Carlos V. Espinal e Hijos. Fondo La Carpa en México. INBA.
Estas dos grandes empresas desafiaron al tiempo y a los inquisidores logrando congregar públicos en torno a la idea del ser mexicano, único y homogéneo; acercaron al espectador a la historia nacional, a las costumbres mexicanas, a las modas, a la religión, a la política y a la moral. Estos títeres mostraron la teatralidad del mundo al reducirlo, miniaturizarlo y encerrarlo en un pequeño escenario. Estos títeres llevaron a los espectadores a ese imaginario social, ya que su importancia simbólica sigue en el imaginario social que les dio vida. Estas pequeñas o grandes figuras –véanse desde donde se vean– vieron nacer al país, madurar, desgarrarse y conformarse.
La vitalidad del teatro frívolo y de sus públicos germinaría más tarde, en los teatros portátiles o carpas que desde tiempo atrás venían siendo el refugio idóneo para las expresiones de carácter popular.
Esculapio "Teatro de muñecos animados" Dirección de Educación Higiénica, SEP. Año: 1942.
En la carpa del México posrevolucionario, el espectáculo comenzó a organizarse de manera diferente. La irracionalidad, lo grotesco, lo equívoco se impusieron como una realidad estética. La lógica del teatro con argumento se diluyó entre los números de variedades: tríos, bailarines, actos de magia o circenses. Los libretos perdieron importancia frente al diálogo improvisado y al sketch, donde la idea se resuelve brevemente, aludiendo a la hilaridad y al desorden.
Por un breve momento en la historia de México, nuestras artes populares pudieron retroalimentarse a sí mismas, construirse de manera vital y con autonomía. Este "peladaje" conformado por amplios sectores de nuestra población, constituyó, a su vez, públicos potenciales y esto en cualquier sentido que se le quiera dar a la palabra "públicos", es decir, como espectadores y actuantes (esto último sólo cuando se le deja) de lo social, lo político y lo cultural. Violentos y pendencieros pero, al mismo tiempo, endebles, víctimas de su sentimentalismo confeccionado a modo, estos públicos tuvieron la capacidad de generar formas expresivas vigorosas y propias, que fueron –y son– parte esencial del crisol cultural de México. Es en ese diálogo entre representación y realidad donde se gestó el pensamiento de colectividad. Sólo basta echarle una mirada al insurgente, al padre Hidalgo, al soldado, a Benito Juárez, a Porfirio Díaz, al torero, a la vieja, a la virgen, al mariachi, al chinaco, a Judas, a Cristo, al diablo, a la calaca, a la llorona y demás para darse cuenta, que estos personajes formaban parte de la admiración, las creencias y la vida social del pueblo, que noche a noche acudían a las representaciones.
Don Miguel Hidalgo y Costilla. Colección de títeres del INBA.
Don Porfirio Díaz. Colección de títeres del INBA.
Mariachi I. Colección de títeres del INBA.
A finales del siglo XX, los Rosete y Espinal guardaron los títeres de hilos y apareció en la escena otro movimiento renovador de la cultura titeril. Asimismo se forjaron otros exponentes de la misma, como el teatro guiñol de Julián Gumi (quien empleó muñecos de funda un tanto diferentes de la versión francesa), el Teatro del Periquillo y la Casa del estudiante indígena (a cargo de Bernardo Ortiz de Montellano), que participaron en la historia educativa del país abriendo la brecha para el nacimiento de la época del teatro guiñol en México. Todos ellos contribuyeron a la búsqueda de una verdadera identidad nacional.
A su vez, en algunos estados se fortaleció el trabajo de titiriteros que trabajaron en carpas como "Eleno Flores, con su salón de títeres" en Aguascalientes, "El circo Hermanos Domínguez" en Pachuca, "Títeres Herrera" en Morelos, "Pinito" en Guadalajara y la "Familia Morales" en la ciudad de Zimatlán, Oaxaca, todos ellos titiriteros trashumantes que instalaron sus carpas en plazas, cerros o pueblos.
Carpa de títeres Eleno Flores. Aguascalientes.
Títeres Herrera. Archivo de la familia Herrera, 2012.
En 1932 se crea el Teatro Guiñol de Bellas Artes con los grupos Comino, Nahual y Periquito que realizaron una función didáctica y pedagógica en misiones culturales donde se mezclaron los conocimientos y las tendencias artísticas e ideológicas de la nueva sociedad mexicana.
De los promotores o seguidores del Teatro Guiñol de Bellas Artes destaca el trabajo de Gilberto Ramírez Alvarado "Don Ferruco" en la ciudad de México, Juvenal Fernández en Guerrero, el Teatro Petul, en Chiapas, y Don Pedro Carreón en Sinaloa, quienes destacaron por la amplia labor didáctica en escuelas, mercados y plazas públicas. Con estos nuevos proyectos y creadores escénicos, el teatro de títeres tomó un nuevo respiro dando paso a actividades enfocadas a fortalecer las campañas educativas y sociales promovidas por la SEP e instituciones culturales como el Instituto Nacional de Bellas Artes.
Función del Grupo Chapulín. Año: 1955. Acervo Roberto Lago / Tito Díaz.
Función del Grupo Comino. Año: 1934. Acervo Roberto Lago / Tito Díaz.
Juvenal Fernández Bravo. Año: 1950. Acervo Museo Nacional del Títere Rosete Aranda. Huamantla, Tlaxcala.
Petul. Museo Nacional del Títere Rosete Aranda, Huamantla, Tlaxcala.
Gilberto Ramírez Alvarado "Don Ferruco" con sus animadores. Acervo Arturo Ortiz Olvera. Grupo "La familia Piripitín".
Pedro Carreón con sus animadores.
Los títeres han sido fieles al transcurso del tiempo. De figuras sagradas en Egipto, Indonesia, Teotihuacan a juguetes, y de representaciones religiosas y políticas satíricas a autómatas simulados robots, nos han acompañado desde el principio. Han sido perseguidos, marginados y tratados como transgresores, pero también han sabido integrarse a los vaivenes de los cambios culturales de México y, mientras las prácticas sociales se transforman, ellos también transforman sus discursos, producciones y estéticas en su horizonte de expectativa.
Movidos por manos ocultas, los títeres se afanan en hacernos reír, llorar o sorprendernos. En la pequeña escena viven sus historias trágicas, cómicas, dramáticas o románticas. Desafiando las leyes de la gravedad, los títeres buscan el cielo o provienen de él. En cierta forma nosotros padecemos de la misma condición: colgados entre el cielo y la tierra, vivimos nuestras historias de amor, deseo y fantasía y buscamos nuestra indefinible y siempre mudable humanidad. Ahí estarán cuando la humanidad haya desaparecido. Quién sabe qué fantasmagóricas mutaciones les esperan.
Público / Niños. Acervo Roberto Lago / Tito Díaz.
Público presenciando una función de guiñol. Acervo María de los Dolores Alva de la Canal.
Francisca Miranda Silva
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