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CAMBIOS PARADIGMÁTICOS DEL TEATRO MEXICANO S. XX Y XXI | ||||
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Hasta fines del siglo 19, la profesión de director de escena no existía. Antiguamente eran los escritores quienes determinaban cómo debía escenificarse su texto. Es probablemente el caso de los clásicos griegos, y también de Shakespeare y de Molière.1
El duque Jorge II de Sajonia-Meiningen es generalmente reconocido como el primer director de escena. En mayo de 1874 puso en escena, en Berlín, una versión de Julio César de Shakespeare, en la que no era ni escritor, ni adaptador, ni actor, ni escenógrafo: era, sin embargo, responsable de todo eso: era director. Había inventado un oficio.2
Luego, Stanislavski asentaría definitivamente la idea de la necesidad de un director, a través de una teoría del actor. La causa más citada de la creación del rol de director es el naturalismo de fines del siglo 19. Con André Antoine como director, y Antón Chejov como dramaturgo. El director hasta entonces era una figura con capacidad técnica para resolver situaciones escénicas y su pleno dominio del material dramatúrgico disponible. Lo dramatúrgico para los nuevos directores era, en primer lugar, el texto dramático.3
Hasta aquí puede decirse que
a) En el principio estaban el dramaturgo y su texto. Un texto intocable. No aceptarlo en su integridad, deformar su historia, variar sus intenciones, era calificado de mutilación, falta de coherencia o censura.
b) El director juzgaba las posibilidades de escenificación del texto y se convertía en su servidor. Los más radicales en este terreno sentenciarán: si un director no acepta el texto, que busque otro o escriba él el suyo; pero que deje tranquilos a los autores y a sus obras.4
Una vez aceptado el texto, el director impondrá su interpretación del mismo a los actores y demás participantes del espectáculo. Es decir, a) la representación teatral ya no es ilustración del texto del autor sino la interpretación escénica del director, b) se busca vincular las imágenes conceptuales y las audiovisuales, y c) el director es reconocido como un "operador de signos".5 Después los directores se convirtieron en autores, en la medida en que la obra ya no era el texto, sino la puesta en escena. Es decir, adquirieron autoridad.6
Por otro lado, a fines de los años cuarenta en México, y durante la década de los cincuenta la renovación de nuestro teatro estaba en la pluma de nuevos dramaturgos que abordan temas hasta entonces prohibidos para el drama. Luis G. Basurto, Emilio Carballido, Sergio Magaña, Celestino Gorostiza, Rafael Solana, Luis G. Inclán, Ignacio Retes, Jorge Ibargüengoitia, Rafael Sánchez Mayans, Juan García Ponce, Elena Garro, Hugo Argüelles, Héctor Azar, Héctor Mendoza, Margarita Urueta y Antonio González Caballero llevaban al escenario la visión de un país en tránsito de lo rural a lo urbano, de lo regional a lo cosmopolita.7
Todo parecía indicar que el Teatro Nacional iniciado por Rodolfo Usigli tenía el mismo empuje que le dio a la pintura y la música del país un lugar en el mundo del arte. Sin embargo, diez años después del estreno de Cada quien su vida, Rosalba y los Llaveros, y Los signos del zodiaco, las nuevas tendencias del teatro en México se llamaban: Héctor Mendoza, Juan José Gurrola, José Luis y Juan Ibáñez, Héctor Azar, Miguel Sabido, Ludwik Margules, Alejandro Jodorowski, Manuel Montoro, Rafael López Miarnau, directores que levantaron su prestigio principalmente con obras de autores extranjeros, incluyendo a los clásicos de la Edad de Oro.8
De acuerdo con Fernando de Ita, hubo una disputa entre dramaturgos y directores. Los autores afectados declararon que todo se debió a un golpe burocrático, ya que en esos años los directores se apropiaron de los presupuestos del teatro oficial y universitario dedicados a la promoción teatral, para callar las voces del teatro nacional e imponer sus posturas estéticas sobre el escenario. Por su parte, los directores aludidos respondieron que la única razón por la que no ponían autores mexicanos era que aún el mejor de nuestros dramaturgos no pasaba de ser un escritor costumbrista, incapaz de reflejar en el foro los cambios radicales que vivía el mundo en todos los órdenes.9
A la distancia, es evidente que aún siendo ciertas, ambas versiones son insuficientes para explicar el fenómeno que comenzó a desatarse primero en 1955 con el experimento que arrancó Héctor Azar al dirigir al grupo que formó con estudiantes preparatorianos llamado Teatro en Coapa. Azar ya no tomó la obra de un dramaturgo sino fragmentos de poesías y otros textos dramáticos o líricos con los que formaba collages.
Un año después estalló una verdadera revolución escénica con el primer programa de Poesía en Voz Alta que presentó profesionalmente otro hecho teatral que no partía de una "obra de teatro" sino de una serie de textos y canciones organizada por el director Héctor Mendoza y sus colaboradores de la talla de Octavio Paz y Juan José Arreola.10
Miguel Sabido, en aquel entonces estudiante de teatro en la UNAM, a la vez que partícipe fue testigo del surgimiento del director como creador de espectáculos teatrales en México. En 1995, como preámbulo al cuadragésimo aniversario de Poesía en Voz Alta, este dramaturgo y director escribió varios artículos bajo el título de "Los directores creadores de su propio espectáculo". Los textos se publicaron en El Búho, el suplemento dominical del periódico Excélsior. En lo que sigue se retomarán sus remembranzas; primero, en forma de paráfrasis y, enseguida, cediéndole la palabra.
Cuenta Sabido que un año después del primer programa de Poesía en Voz Alta, vino a México Margarita Xirgu para poner Bodas de sangre como –según ella decía– le había dicho Lorca que se debía hacer el teatro español. La artista fue invitada a dar algunas pláticas sobre este tema, a alumnos de teatro de la Universidad. A Sabido y sus compañeros les parecía estar escuchando a sus maestros de la Facultad. Pero a estos jóvenes había algo que les irritaba. De acuerdo con Sabido, era el veneno de Poesía en Voz Alta que se les había metido a todos en la sangre. Ya no les gustaba la forma "natural" de decir el verso, preferían la manera estilizada que Arreola había empleado. Fue entonces que se estrenó otro programa de Poesía en Voz Alta, esta vez dirigido por José Luis Ibáñez, quien era mejor conocido como el joven asistente de Mendoza.11
Para esa ocasión Ibáñez dirigió un espectáculo que, a decir de Miguel Sabido, era uno de los "más feroces y profundos en la historia del teatro mexicano": Asesinato en la catedral de T.S. Eliot, en los jardines de San Ángel Inn. Entonces se empezó a ver a Ibáñez con otros ojos. Y luego el siguiente programa: Las criadas de Jean Genet con Ofelia Guilmáin y Rita Macedo. Y empezaron a decirle a Ibáñez: maestro.12
En ese tiempo ya se había planteado la discusión acerca de la "fidelidad" al texto del autor. Ya los dramaturgos empezaban a acusar a los directores de "falta de respeto". Por esas épocas Mendoza, Azar y Gurrola eran los líderes del movimiento de "director creador" y Fernando Wagner, Seki Sano y Alfredo Gómez de la Vega los líderes de la posición tradicional. Los que estudiaban dirección teatral en la Facultad de Filosofía y Letras, Ludwik Margules, Rubén Broido, López Moctezuma y Miguel Sabido, tomaban ardientes posiciones en uno u otro bando.13
"Con sólo dos puestas en escena José Luis Ibáñez se convirtió en uno de los más respetados de la corriente en la que el director interpretaba al dramaturgo."14 Unos cinco años después se anunciaba el estreno de La gatomaquia de Lope de Vega, dirigida por Ibáñez.
Doy paso a la voz de Miguel Sabido:
[Al ver anunciada La gatomaquia me pregunté] ¿qué obra era esa? Entre las más de mil escritas por don Félix era lógico que yo no conociera muchas. Alicia [Garibay]15 y yo llegamos muy tranquilos al Jiménez Rueda, esperando, por supuesto, que José Luis dirigiera –con sumo respeto– una obra muy desconocida de Lope de Vega. Se abrió el telón y apareció una adolescente y gloriosamente destrampada Jacqueline Andere, una gloriosamente sexual Rosa María Moreno, un encantador Carlos Fernández y un cínico Raúl Dantés recitando los versos de Lope, pero no los de una desconocida obra sino los del conocidísimo poema satírico de nuestro "monstruo de los ingenios" que describía la guerra de los gatos.
Esa obra no existía. No había existido nunca, la había creado José Luis partiendo del espíritu festivo del Siglo de Oro. Habiendo más de mil obras de Lope, José Luis había inventado un glorioso espectáculo con cuatro magníficos actores a los que había enseñado a decir el verso como verso y no como mala imitación de la prosa. Y de repente, apareció el quinto actor: un enorme aro de aluminio. […] ¿Cómo hubiera podido imaginar Lope un personaje que fuera un aro de aluminio? Y el aro ronroneaba y rodaba por el escenario gritando imprecaciones reproduciendo de manera gloriosa la guerra de los gatos. Invención pura de un director que estaba creando en ese momento un hecho teatral no imaginado jamás por un dramaturgo. Sin escenografía, sin vestuario especial, utilizando solamente un excelso texto satírico y cuatro actores deslumbrantes y un aro que recitaba, con sus metálicos parlamentos ininteligibles el espíritu de Lope.
[…] Esa recreación del espíritu burlesco español de los Siglos de Oro imaginada por un director mexicano que –con enorme elegancia– revalidaba el derecho a crear su propio hecho teatral. […] Y reinventó La Dorotea como se le dio la regalada gana. Al cabo ya contaba con la aprobación de Lope. Esto es, dirimió para nosotros la ardua discusión: tanto derecho tiene el dramaturgo a erigirse como el originador del hecho teatral y pedirle al director que lo entienda y lo lleve con fidelidad a la escena, como el director tiene derecho de crear su propio hecho teatral. Todo es ponerse de acuerdo.16
En otro texto Miguel Sabido rememora:
En 1961 se fundó la Compañía de Repertorio de la UNAM. La ciudad se había convertido en una fuente inagotable de maravillosas producciones: [Álvaro] Custodio redescubría el repertorio clásico español, Benito Coquet construía los teatros del Seguro [Social] donde Julio Prieto le daba un sentido social al teatro de gran gesto; los "teatros de bolsillo" nacían de la noche a la mañana; Seki Sano desplegaba el más puro método stanislavskiano; en la Universidad, Gurrola, Mendoza y José Luis Ibáñez reinventaban el mundo.
[…] Entonces, Héctor Azar fundó la Compañía de Repertorio […] Y anunciaron como primer estreno Divinas palabras, de Valle-Inclán, dirigida por un actor de Poesía en Voz Alta: Juan Ibáñez. Tenía veinticuatro años. Alicia y yo tratamos de entrar cuatro veces. Imposible. Finalmente, en la última función nos tocó un motín en que el público rompió las puertas del Teatro del Caballito y vimos esa última función apeñuscados unos contra otros […]. Aterradora. Lo único que puedo pensar al recordar la corona de espinas que era la escenografía de Vicente Rojo. La ferocidad de la actuación de Martha Zavaleta y de Gilberto [Pérez Gallardo] y de Rosa [Furman]… de cada uno de los treinta actores era absolutamente aterradora. En ese mundo de descubrimientos teatrales que era la pequeña ciudad de México, Ibáñez, con sus veinticuatro años, llegaba a profundidades vertiginosas que nadie había logrado antes. Deslumbró a México. Y al mundo entero. La puesta ganó el Premio del Festival Mundial de Nancy, Francia.
[…] Pero entonces apareció Lilia Aragón. […] Y empezó a inventar proyectos y organizaciones de actores. Lilia convenció a Juan [Ibáñez] de que inventaran un espectáculo en el refectorio del convento [de Acolman]. […] Y de repente, Juan, el grandioso director de Valle-Inclán, se volvió el concertador de voluntades de Lilia y de Gilberto Pérez Gallardo y Beatriz Sheridan y creó su propio hecho teatral: Acolman. Que era todo: una maravillosa representación de una cena medieval donde el principal actor era el propio público al que perversamente Lilia y Beatriz y Ana Ofelia Murguía y Óscar Chávez y Mario Ardila y Sergio Kleiner convencían de que tomara parte en un juego teatral que incluía comida y bebida y canciones y una desenfrenada alegría de vivir. Y durante ocho meses Juan convirtió el refectorio de Acolman en el ombligo del mundo, el centro del universo donde se reunían sus perversos actores y convencían al público de que la vida era una maravillosa noche donde podían hacer las paces Cortés y Moctezuma, y Óscar resucitar las viejas canciones de su padre y Lilia convertirse en el sueño erótico de la flor de canela y Beatriz en la actriz cómica más descarada del mundo.
Eso era Acolman, así se llamaba: Espectáculo de Acolman y cada noche Juan lo modificaba y cada noche era el mismo pero radicalmente diferente. Tuvo hijos. Lilia lo llevó a las Tascas Gitanas y escenarios universitarios. Y nietos. De él nacieron los Miaus y los Guaus. Y gloriosos biznietos como [lo que fue] El Hábito de Jesusa [Rodríguez], donde se renueva el milagro de la participación del público.17
Con referencia a Juan José Gurrola expresó Miguel Sabido: "El tercero que se lanzó fue Gurrola. Y es que todo el mundo se sentía con derecho a lanzarse a crear. Y teníamos razón: la puerta que habían abierto los Héctores era demasiado ancha, demasiado fascinante como para quedarse afuera."
La UNAM por entonces alquilaba tres teatros muy pequeños. Uno de ellos era El Globo, frente al hotel Reforma.
Alicia [Garibay] y yo fuimos corriendo al saber que el actor de El niño y el gato 18 iba a dirigir. Y nos encontramos un pequeñísimo escenario reventando de ternura, de gentileza, de amor a la raza humana. Nos encontramos con un exquisito adolescente: Mauricio Herrera, y un adolescente sabio, Benjamín Villanueva que en ese espacio microscópico creaban un universo gigantesco. Gurrola se volvió famoso como director. Y unos meses después montó, en el enorme escenario del teatro Carlos Lazo, Despertar de primavera. Todavía recuerdo a Roberto Dumont gritando por el escenario que tenía catorce años. Alicia y yo nos tomábamos de la mano sudando de alegría y descubrimiento.
Y luego, La apassionata de Azar, y después La piel de nuestros dientes donde Luz del Amo hacía una gitana que predecía con exactitud el pasado. Y un año después […] en la casa de Chano Béjar, El bosque blanco. Universos hechos de jirones de sueño, envueltos en ráfagas de alucinaciones. Nos encantaba la sabiduría de Gurrola para escoger sus obras. Qué buen director de realismo poético. Noche, luces azules, sabores de lejanía. Grandes aportaciones a la dirección escénica. Era un magnífico director escénico. Director que respetaba… El director-respeto, director-intérprete. Buenísimo director de obras de teatro.
Hasta que llegó Landrú. En la Casa del Lago (1963). Era una mañana deslumbrante y Chapultepec estaba lleno de familias. Nos acomodamos con dificultad en el mínimo lunetario. Frente a nosotros, solamente un piano. Fuera, las mamás con los niños, las lanchas, el sol dominical. En el piano se sentó un hombrecito flaco como duende: un duende que empezó a tocar desenfrenadamente. Y de repente –todavía no entiendo cómo– apareció un mundo maravillosamente sexual: cinco mujeres vestidas de "flappers" iban y venían por el escenario cantando y bailando de una manera como nadie había antes en la ciudad de México. Los respetables textos de don Alfonso Reyes encontraban un doble y un triple y un cuádruple sentido. Alicia y yo nos vimos asombrados.
Al saber que el texto era de don Alfonso Reyes pensamos en un respetable recital poético, y en vez de eso nos encontrábamos con este maravilloso reino de lujuria. Apareció Landrú, el seductor. Y era un actor chaparrito –Carlos Jordán– casi enanito con una gigantesca panza y una mirada lúbrica y descarada. Pero no tan descarada y tan lúbrica como las de las maravillosas cinco mujeres. Y Rafael Elizondo –el músico– brincaba en el asiento del piano y la música brotaba como chorros innombrables de la enorme boca abierta del piano de cola, y enormes chorros de calor corrían por el salón como espíritus chinos o africanos lujuriosos. La absoluta audacia, el más absoluto y teatral descaro: "De cuarenta para arriba no te mojes la barriga", cantaban las mujeres viéndonos directamente a los ojos. Volteé y vi los rostros del público de la Casa del Lago que estaba acostumbrado a escuchar respetable poesía medieval en labios de Beatriz Sheridan y Claudio Obregón. Todos estaban con la boca abierta, los ojos brillantes, la piel lívida de asombro y terror.
Gurrola la llevó en triunfo por el mundo: La Habana, Madrid, Estados Unidos, Venezuela, Colombia. Y la repuso mil veces en México. Sin embargo, yo no quise volver a verla. Aquella gloriosa orgía en que nos sumergió durante veintisiete minutos –uno de los espectáculos cumbres del teatro mexicano y dura apenas veintisiete minutos– pensé que jamás volvería a repetirse. Muchos críticos afirmaban que Gurrola era el más talentoso. La verdad es que yo creo que todos eran los más talentosos en ese momento mágico e irrepetible de la cultura mexicana. Lo que sí sé es que en ningún cabaret de Río de Janeiro, ni en Hamburgo, ni en Nueva York, he vuelto a vivir un ritual de exaltación al placer sexual más glorioso que la pequeña –y monstruosamente gigantesca– obra que Gurrola inventó partiendo de unos textos respetables de don Alfonso Reyes. Con la complicidad única del músico Elizondo y Jordán y esas cinco mujeres que salieron de los más puros sueños de nuestra adolescencia para regresar a ellos y no dejarse atrapar jamás.
No necesitó una obra de teatro llena de acotaciones y órdenes del dramaturgo. Con infinito descaro escorpionesco –nació el 19 de noviembre– creó la obra, el hecho teatral de más puro lirismo sexual del teatro mexicano. Hace treinta y dos años. Y el recuerdo ferozmente luminoso de aquella mañana de domingo, sigue trayéndonos una sonrisa a todos los afortunados a los que Gurrola nos compró el boleto para entrar al paraíso.19
A continuación se retomarán fragmentos del artículo con que Miguel Sabido abrió la serie sobre el director, creador de su propio espectáculo.
Juan Ibáñez, después del éxito mundial de Divinas palabras creó espléndidos espectáculos utilizando el collage musical como El niño y la música. Julio Castillo llevó la propuesta al teatro Blanquita; Alejandro Jodorowsky inventó decenas de espectáculos que no partían de una "obra de teatro" sino de su copiosa imaginación. […]
Yo me sumé al movimiento en mi condición de universitario y en el legendario Teatro del Caballito presenté mi collage Las danzas de la muerte (1959) y en los templos expropiados Voces en el templo (1965), María egipciaca (1967), Los sueños de Quevedo en la Facultad de Filosofía y Letras.20
También forma parte [de este tipo de teatro] Ensayando a Hamlet (o cualquiera de la treintena de hechos teatrales inventados por [Héctor] Mendoza utilizando textos propios o ajenos), la deslumbrante Picaresca que [Héctor] Azar inventó con sus alumnos en Coapa o mi Falsa crónica de Juana la Loca que, según cambia el reparto, cambian los parlamentos y nacen y desaparecen personajes, o esa espléndida [La] Cueva de Montesinos de [José Ramón] Enríquez en la que los textos de Heráclito se dan la mano con los de Cervantes y una cámara de televisión se vuelve personaje tan importante como era el aro de metal que resultaba ser el quinto personaje en la versión de José Luis Ibáñez de La gatomaquia.21
Para finalizar, nuevamente una paráfrasis: Si tuviéramos que definir la actividad del director creador tendríamos que hablar de una absoluta libertad que no se ve encadenada por la "acotación" del escritor. Este reconocer la propuesta del director creador no niega ni intenta demeritar a los otros posibles generadores del hecho teatral: los dramaturgos. Son, pues, dos formas diferentes de generar el hecho teatral, pero tan válida y respetable una como la otra, tan vivas como coexistentes hasta hoy en nuestro país. Tan enriquecedora de la cultura nacional una como la otra. 22
Martha Toriz
1 Carlos Rehermann, "Dramaturg, o la eminencia gris", en: http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Rehermann/Dramaturg.htm. Publicado originalmente en la revista Relaciones, abril de 2002, núm. 215.
2 Idem.
3 Idem.
4 César Oliva y Francisco Torres Monreal, Historia básica del arte escénico, Madrid, Cátedra, 1997.
5 Domingo Adame, El director teatral intérprete-creador, Cholula, Puebla, Universidad de las Américas, 1994, 169 p., p. 73.
6 Rehermann, op.cit.
7 Fernando de Ita, "La danza de la pirámide: Historia, exaltación y crítica de las nuevas tendencias del teatro en México", Latin American Theatre Review, Fall 1989, p. 9-17, p. 12.
8 Idem.
9 Idem.
10 Miguel Sabido, "El director, creador de su propio espectáculo", Excélsior, domingo 14 de mayo de 1995.
11 Miguel Sabido, "José Luis Ibáñez, el de La gatomaquia", Excélsior, domingo 2 de julio de 1995.
12 Idem.
13 Idem.
14 Idem.
15 Alicia Garibay fue colega de Miguel Sabido en Teatro en Coapa, agrupación de la que Sabido fuera co-fundador y en la que participó de 1955 a 1959.
16 Idem.
17 Miguel Sabido, "Juan Ibáñez, el de Acolman", Excélsior, [s.f], 1995.
18 Puesta por Poesía en Voz Alta.
19 Miguel Sabido, "Los directores creadores de su propio espectáculo. Gurrola, el de Landrú", Excélsior, domingo 9 de julio de 1995.
20 Idem.
21 Sabido, "El director, creador de su propio espectáculo"…
22 Idem.
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