A finales de la década de los setenta, la carrera de Pilar Pellicer se encontraba en su punto más alto. Era ampliamente reconocida por su trabajo en cine, teatro y televisión.
A la par del éxito de Pellicer, la Ciudad de México se transformaba. A finales de los años setenta su crecimiento se había desbordado. La vida nocturna de esa ciudad en constante expansión se incrementó con el surgimiento de innumerables cabarets, centros nocturnos y teatros de revista, en donde las estrellas eran las vedettes que amenizaban las horas en medio de escenografías deslumbrantes. Pilar Pellicer también disfrutó de esas noches inacabables; en 1978, participó en un espectáculo para el famoso centro nocturno King Kong, que a la entrada ostentaba una enorme figura del célebre gorila. Con la producción de la legendaria Margo Su, Pilar bailó luciendo espectaculares vestuarios, llena de brillos y lentejuelas. Al año siguiente, se le volvió a ver actuando y bailando, ahora en el Teatro Blanquita. La noche recibía a Pilar Pellicer con los brazos abiertos.
Fragmentos de
“Un cabaré como los de antes”
En Margo Su, Alta frivolidad. Cal y Arena, 1989
El King Kong es un cabaré como los de más antes.
Su decoración supera en lo naive al Waikikí o al Club de los Artistas que anduvo por los rumbos de Vértiz, se mueve entre algo de tropical, remembranzas de selva, y unos cachos de africana asimilada a acapulqueña. Realizada por un artesano genial que ni siquiera conoce Acapulco y sus únicas referencias vagas de la selva le llegan de las antiguas películas de Tarzán.
El resultado de sus intuiciones es espléndido: a lo largo y ancho del salón sobresalen desniveles que simulan islitas en forma de amibas, limitadas por piedras de cartón doradas a fuerza de spray, de allí brotan altaneras y tiesas infinidad de plantas de plástico iluminadas con foquitos de colores. Dos columnas, sostén del techo del bodegón, sufrieron el irremediable destino de ser forradas como troncos de palmeras castradas: se pierden en lo alto sin haber parido ni una sola hoja.
El estrado de las orquestas está en un tapanco al fondo del salón y se disfraza de terraza amibosa. Al centro de su barandal se levanta un kingkoncito de yeso con ojos verde bandera realzados por dos caracolitos de gas neón, que seguramente tienen un falso contacto porque parpadean coqueteando con el público. El kitsch se enriquece, se completa con carrizos. En rejas que cuelgan de los muros, en las puertas de los baños, en candiles enormes que llenan los huecos del techo, en las barras cantineras, y cortados en pedacitos bordean la pista de baile.
Albañiles, mecánicos talacheros, vendedores ambulantes, subempleados, y uno que otro vago sin oficio, atiborran el lugar todas las noches en urgencia de un rato de solaz y esparcimiento, abrigados en los brazos y frondosos vientres maternales de las ficheritas autóctonas, morenas y sabrosas, que cobran la módica suma de diez pesitos por pieza bailada y manoseada.
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Corre el año de gracia de 1978 en éste, nuestro país circular, que acostumbra girar de la riqueza y el optimismo a la pobreza y oscuridad de túneles sin salida. O somos muy ricos o de plano nos hundimos en la miseria. Y 1978 es el año de la riqueza, nadamos en petróleo, el sureste es un mar de aceite prieto nomás blanqueado por las sonrisas de los trabajadores con sus cascos chorreados.
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El King Kong se puso ambicioso, a tono con el optimismo embriagante y decidió presentar un chó, no cualquiera, sino el mejor espectáculo de cabaré que se mirara en Tenochtitlan y Anexas.
Se viste de gala hasta en sus meseros que estrenan uniforme de peluche, imitación de piel de tigre. Un hombre con disfraz de gorila posa en las fotos con los divertidos clientes y en el escenario iluminado como en Las Vegas aparecen treinta bailarines de ambos y todos los sexos, vestidos de olanes, lentejuelas y bien emplumados, cual se debe.
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En un abrir y cerrar de ojos, el lugar se pone de moda. Llega Carlos Monsiváis, María Félix, José Luis Cuevas, Lola Olmedo, Olga y Rufino Tamayo, cada cual por su cuenta y grupo propio poblado de figuras deslumbrantes que son un atractivo más para pasar las noches con el gorilita de los ojos verde bandera.