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En la Nueva España, el teatro occidental inició su desarrollo poco después de efectuada la conquista y durante el siglo XVI florecieron diversos tipos de espectáculos teatrales, entre los que se contaron aquéllos que, de raíces medievales, sirvieron como auxiliares en el proceso de evangelización de los indígenas, así como los practicados por los gremios de artesanos y cofradías o por los colegios jesuitas en las celebraciones públicas.
     Por otro lado, con la actividad de incipientes grupos dramáticos —en su mayoría itinerantes—, también se inició el teatro que, para el último cuarto del siglo sería ya profesional. Éste tuvo su origen tanto en la participación de grupos de comediantes en las celebraciones del Corpus Christi como en los primeros corrales de comedias, entre los que destaca la "casa de farsas" que el autor (director) y actor sevillano Gonzalo de Riancho estableciera hacia 1587.
WEB: ARS THEATRICA (LOCI THEATRALI: EL EDIFICIO TEATRAL)
     Muy pronto, el predominio del espectáculo teatral se transfirió al corral de comedias que, anexo al Hospital Real de Naturales, era administrado a beneficio de éste. En dicho corral —reconstruido y llamado más tarde Coliseo o Real Coliseo de México— florecería, a lo largo del periodo virreinal, el teatro de carácter "oficial".
     Con el Corpus Christi, el Coliseo y la participación de los comediantes en las fiestas celebradas en el palacio virreinal, se inició y llevó a cabo la profesionalización del teatro y sus comediantes. Paralelamente, las autoridades empezaron a supervisar, reglamentar, censurar, permitir o prohibir los elementos que integraban el espectáculo, desde el texto de las obras dramáticas hasta su ejecución y puesta en escena.
     Los más antiguos documentos que se refieren a la censura datan de la segunda mitad del siglo XVI y muestran que era ejercida por el Ordinario, es decir, los provisores y jueces eclesiásticos del arzobispado que, con el Cabildo de la ciudad, se encargaba de la revisión de las comedias y los espectáculos para las fiestas del Corpus Christi y los primeros corrales de comedias abiertos al público.
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     El procedimiento para las comedias del Corpus se iniciaba con la revisión de los textos, pero las obras eran además ejecutadas, primero ante el Cabildo y después en el Palacio de la Inquisición. De esa manera se intentaba controlar, además de la calidad del espectáculo y el contenido del texto, los aspectos de la puesta en escena que más inquietaban a los censores: la palabra hablada y cantada, el vestuario, la gestualidad, la música y la danza.
     En 1598, el inquisidor Alonso de Peralta tomó la decisión de abandonar la revisión de comedias, y dejó entrever que en su ejecución —en los tablados del Corpus o en los corrales públicos— los comediantes pasaban por alto las correcciones, dejando en entredicho al Santo Oficio.
     Otros de los motivos que ofreció fueron los jolgorios que se organizaban en el palacio inquisitorial con motivo de las funciones de prueba, la presencia de las actrices y la tristeza que provocaban en los presos, hasta cuyas celdas llegaban la música, el bullicio y la algarabía.
     De 1601 data el reglamento más antiguo que se ha recuperado. Firmado por el Virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo, Conde de Monterrey, su texto nos informa del incremento de la actividad teatral en dos corrales de comedias, y trata los mismos puntos que por entonces preocupaban igualmente a las autoridades en España:
· que las obras fueran previamente autorizadas por el provisor del arzobispado,
· que las actrices no aparecieran vestidas de hombre y que su vestuario fuera "honesto";
· que los hombres y mujeres del público ocuparan localidades separadas,
· y que a las funciones asistieran representantes de la justicia.
     Los calificadores de la Inquisición retomaron la tarea de revisar los textos de las obras dramáticas y a lo largo del siglo impidieron la representación u ordenaron la suspensión de varias obras. En 1618 se prohibió —dos días antes de su programada presentación en las fiestas del Corpus— Al fin se canta la gloria; en 1660 se impidió la representación de Lo que es ser predestinado, de Luis de Sandoval Zapata; en 1682, a consecuencia de la denuncia de un escandalizado religioso, se suspendieron las funciones de El valor perseguido y traición vengada, de Juan Pérez de Montalbán, y del Entremés del sacristán, de Pedro Becerra. En 1684 sucedió lo mismo con El pregonero de Dios y patriarca de los pobres, de Francisco de Acevedo.
     En el siglo XVII destacó también la actividad de dos de los más feroces enemigos de las artes escénicas, el Obispo de Puebla Juan de Palafox y Mendoza (1640-1649) y el Arzobispo de México Francisco Aguiar y Seixas (1682-1698). Ambos cuestionaron la licitud del teatro y trataron de prohibirlo, lo que no fue posible gracias a la protección del gobierno.
     La intervención de los comediantes en las celebraciones del Corpus fue con frecuencia discutida y atacada. Entre otras cosas, porque al concluir la procesión la custodia con el Santísimo Sacramento se colocaba al lado del tablado en el que se representaban las comedias.
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     El primero en condenar esa mezcla de lo sagrado y lo profano había sido Fray Juan de Zumárraga en 1544-45, mientras que un siglo después, en Puebla, a pesar de los ataques del temible Obispo Palafox, el Cabildo de la ciudad decidió que las representaciones para el Corpus se realizarían como era "costumbre inmemorial de más de cien años".
     Palafox, quien consideraba al teatro como "cátedra de pestilencia y consistorio del vicio", prohibió en las festividades religiosas de su diócesis la intervención de "faranduleros y mujeres" y sostenía que los comediantes debían ser arrojados del seno de la Iglesia, pues "no han de participar de la mesa del altar los que siguen oficios tan nocivos a las almas, infames por el derecho y de los cuales resultan tantos pecados".
     En 1646 prohibió además que los eclesiásticos de Puebla asistieran a "los públicos espectáculos de las comedias, estilencia de estos siglos". Palafox (1986), p. 209; Censura y teatro..., p. 161.
     Aunque el teatro novohispano disfrutó en diversas épocas de la tolerancia y hasta del apoyo de algunos prelados, la década de 1690 transcurrió dentro de un clima adverso, propiciado por el arzobispo Aguiar y Seixas.
     Enemigo encarnizado del teatro, las mujeres, las corridas de toros y las peleas de gallos, Aguiar recorría su diócesis ofreciendo libros piadosos a cambio de ejemplares de comedias que mandaba quemar, y comprando gallos de pelea para masacrarlos en el patio de su palacio. Afortunadamente, no podía hacer lo mismo con los comediantes.
     Durante su período arzobispal, auxiliado por fanáticos seguidores como Antonio Núñez de Miranda, Domingo Barcia y Juan de la Pedroza, propició un clima de misoneísmo, misoginia e intolerancia que culminaría con lo que podría considerarse como el triunfo de la censura represiva del virreinato: silenciar a Sor Juana Inés de la Cruz.

Miguel Cabrera (1695-1768), Sor Juana Inés de la Cruz. (Florescano, vol. 3: 107).


     Este tipo de eclesiásticos intolerantes fue auxiliado, en todas las épocas, por verdaderos ejércitos de moralistas y mojigatos —religiosos o laicos— que constantemente denunciaban las supuestas "inmoralidades" y "abusos" cometidos por empresarios, autores y comediantes, y clamaban porque los espectáculos se prohibieran.
     Afortunadamente, sus clamores muy pocas veces encontraron eco en la autoridad civil, la cual, a pesar de ejercer funciones normativas y censorias, fomentó y apoyó —en ocasiones en abierta confrontación con el poder eclesiástico—, las manifestaciones teatrales.



EL SIGLO XVIII: REFORMAS BORBÓNICAS Y NEOCLASICISMO



Durante el siglo XVIII, a pesar de que se intensificaron los ataques y las controversias sobre la moralidad y licitud del teatro, éste gozó de una más decidida y casi continua protección por parte de los virreyes y de las autoridades civiles. Su florecimiento, que tuvo como centro el Real Coliseo de México, irradió hacia aquellos teatros establecidos en las más importantes ciudades del virreinato.

     La normatividad, que se afinó y se hizo más estricta durante ese siglo, abarcaba todos los aspectos de la puesta en escena, así como el desempeño del actor en el escenario y el comportamiento del público en la sala.
     El reglamento más importante de la primera mitad del siglo fue el promulgado por Felipe V en 1525, al que siguieron los de Fernando VI (1753), Carlos III (1763) y las Cortes de Cádiz (1813), mientras que las condiciones específicamente novohispanas se reflejaron en los expedidos por virreyes como Bucareli en 1779 y el Conde de Gálvez en 1786, además del redactado por el Alcalde de Corte Manuel del Campo y Rivas en 1806.
     En general, todos se ocupaban de la revisión previa de las comedias y piezas pequeñas, de la propiedad en el vestuario y la puesta en escena, de la supervisión de la letra de canciones y tonadillas y del decoro que debía observarse en el gesto, el movimiento y la ejecución de bailes y danzas, así como del comportamiento que los actores, bailarines, cantantes y músicos debían observar, dentro y fuera del escenario.
     La legislación teatral se fortaleció también por medio de diversas cédulas reales —como las de 1782, 1786, 1790 y 1792— y por diversos reglamentos internos del Coliseo, así como por la decidida protección de virreyes como Bucareli, Gálvez y Revillagigedo, entre otros. El Virrey, por disposición real, era la autoridad suprema en materia de teatro. Para vigilar que los reglamentos se cumplieran y supervisar el desarrollo de las funciones, estaban los censores que autorizaban las obras y los alcaldes de Corte, mientras que un destacamento de guardias presenciaba las representaciones, listo para prevenir desórdenes entre los espectadores.
     Como consecuencia de las reformas emprendidas a partir del gobierno de Carlos III, el control gubernamental predominó, en detrimento del religioso. Por tanto, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición perdió jurisdicción sobre la escena profesional, con excepción de aquélla que le permitía prohibir obras dramáticas por medio de sus edictos. Éstos debían ser acatados por empresarios, dramaturgos y actores, aunque frecuentemente sólo en teoría.
     Los proyectos de reforma teatral surgidos del gabinete de Carlos III ejercieron una poderosa influencia, tanto en los mecanismos como en la aplicación de la normatividad y la censura. A partir de la década de 1770 se reflejaron las ideas y los preceptos neoclásicos, inclinando a los censores del Coliseo a considerar a la dramaturgia y a la puesta en escena más desde puntos de vista estéticos que morales.
     Como parte importante de las reformas se decretó la prohibición de autos sacramentales mediante la Real Cédula de 1765. Hay antecedentes de una disposición similar hecha por Fernando VI, que no ha sido localizada todavía, a la cual se refirió el Cuarto Concilio Mexicano, fechándola en 1750.
     En 1788 se ordenó la suspensión temporal de las comedias de magia, que también repercutiría en la Nueva España, donde se inició también un movimiento de reforma del teatro en el que participaron los virreyes y algunos de los más destacados intelectuales de la época. Para llevarlas a cabo se nombraron censores favorables al nuevo movimiento, se fomentaron las obras que obedecieran los preceptos de la poética neoclásica y se trató de hacer respetar la prohibición de autos sacramentales y comedias de santos y de magia.
     Esto último se tomó con graves dificultades, porque ambas constituían el género favorito de las clases populares, y su éxito de taquilla aportaba considerables ganancias al hospital. Con las comedias de santos y magia —llamados también "de tramoyas" por sus espectaculares producciones— sucedió algo muy similar a lo acontecido en Madrid: su gran popularidad y las sumas que su taquilla aportaba a hospitales y obras de caridad evitaron que las autoridades se esforzaran realmente en erradicarlas.
     Otro interesante capítulo en la trayectoria de la censura es el dedicado a los lenguajes no-verbales que integraban la representación: el vestuario, el gesto y la danza, y para acotarlos se tomaron diversas medidas. Entre los principales objetos eróticos de la época destacaba el pie femenino, y para combatirlo se dispuso en los citados reglamentos de Fernando VI y Carlos III:

Que al extremo del tablado y por su frente se ponga en toda su tirantez un listón o tabla de la altura de una tercia, para embarazar por este medio que se registren los pies de las cómicas al tiempo que representan. Censura y teatro..., p. 483.

     Parece ser que esta medida no se adoptó adecuadamente en el Coliseo, pues en 1775 el Juez de Teatro informó al Virrey Bucareli que: "[en el borde del escenario] no hay bastante resguardo para precaver el que en las entradas, salidas y representaciones, no se vean los bajos de las cómicas, en grave daño de las almas". Como solución propuso que se instalaran "tablas altas que sirvan de defensa y reparo a los incentivos de las cómicas" y que, de paso, "se les mande vestir honestamente". Censura y teatro..., pp. 516-517.

     También el comportamiento de las parejas en la comedia o en el baile se vigilaba atentamente, exigiéndose compostura, modestia y honestidad, como atestigua un artículo del reglamento de 1806 dirigido a actores y actrices:

... en los pasos amorosos, se portarán con la moderación y pudor que demanda la vista del gobierno, y del público, el instituto del teatro, la misma Naturaleza y su propia estimación, guardando la modesta debida estando sobre las tablas en toda palabra, y acción, especialmente en los bailes, haciendo mudanzas honestas, y evitando miradas, y esguinces descompuestos... Censura y teatro..., p. 639.

     Por otra parte, los espectadores más mojigatos contribuían a menudo con sus propias dosis de morbosidad, como sucedió con la denuncia presentada en 1772 contra la puesta en escena de la comedia de Luis Vélez de Guevara Los celos en vizcaíno y el amor en francés,


... la cual tiene una pintura muy viva y por consiguiente muy torpe, de una muger desnuda, y otro pasaje torpísimo en que se dice abiertamente que la vizcaína entra a rendir su honor al francés, de tal modo que es preciso que, mientras están ocultos tras la cortina o cancel, se le ofrezcan a los espectadores unas ideas obscenísimas. Censura y teatro..., p. 558.

     Otra reñida batalla fue librada por moralistas y denunciantes contra las tonadillas y bailes populares, y las autoridades trataron —casi siempre infructuosamente— de reglamentar su ejecución y expurgar el contenido erótico de sus palabras, "acciones y mudanzas".

     Con respecto a la danza —y dado que no había función sin ella— abundan las referencias en escritos eclesiásticos, denuncias y reglamentos. Su importancia dentro del espectáculo era primordial y gozó siempre del favor —en ocasiones apasionado— del público.


Anónimo. En el baile de máscaras, 1841
Plata sobre gelatina sobre bastidor,
25 x 17 cm
Fuente: Semanario de las Señoritas Mejicanas, tomo 2, 1841-1842 (D.R.)
Foto: Agustín Quezada
Col. Hemeroteca Nacional, México
Fototeca Cenidi-Danza


     En los intermedios y fines de fiesta se ejecutaban principalmente danzas cortesanas o de salón y bailes populares —españoles y novohispanos—, estos últimos conocidos como "bayles de la tierra" o "sonecitos del país". La preocupación de las autoridades por su "correcta" ejecución se hizo evidente en el extenso apartado que el reglamento del Conde de Gálvez les dedicara:

En el acto de la representación, y con particularidad en la de los entremeses, bailes, sainetes y tonadillas, pondrán los actores y actoras el mayor cuidado para guardar la modestia debida, el recato y la compostura en las acciones y palabras que exige el respeto debido al público, evitándose toda indecencia y provocación que pueda causar ni aun el menor escándalo, con especialidad en los bailes que se conocen con el nombre de la tierra, que siendo característicos de este país, y permitiéndose en cada uno los suyos, como en España el fandango, seguidillas, etcétera, ha parecido no privar a este público de los que le son propios y a que está acostumbrado; bajo del preciso e indispensable supuesto de que han de reducirse a aquéllos en que tenga lugar la decencia, y que sólo admitan que al compás de los instrumentos se hagan mudanzas honestas, formando con ellas vistosas y agradables figuras; prohibiéndose, como se prohíbe desde luego estrechísimamente, cualquier agregado que se haya inventado, como el que llaman cuchillada, salto u otros movimientos provocativos: en inteligencia de que el actor o actora que incurra en semejante desorden, se le arrestará en el mismo acto, y será puesto en la cárcel por un mes, conduciéndolo desde el tablado en que haya sido la transgresión, a la vista del público e individuos de la compañía de cómicos, para que sirva de escarmiento y ejemplar. Censura y teatro..., pp. 530-531.
Paul Gavarni (1804-1866). La danza de salón, 1848
Plata sobre gelatina sobre bastidor, 20 x 12.5 cm
Fuente: Cellarius: la danse des salons, 1848
Foto: Christa Cowrie
Col. no disponible
Fototeca Cenidi-Danza

     A las prevenciones de las autoridades civiles se unieron las voces de aquellos que veían en el cuerpo una fuente de pecado y en la danza una invitación a cometerlo. A fines del siglo XVIII muchos curas vociferaban desde el púlpito contra los bailes, condenando especialmente aquéllos —populares o de salón— que al presentarse en el escenario propiciaban la imitación y constituían un mal ejemplo. También se publicaron documentos que condenaban a los que se ejecutaban en tertulias y "fandangos". En unos Avisos métricos a las almas contra algunos vicios comunes —publicado en Puebla en 1790— se trató así a los bailes:


Una escuela fundó el diablo
para propagar su reino,
en donde cursan las gentes
baile y canto deshonesto.
(...)
Juntos hombres y mujeres,
en desordenado encuentro,
ostentan de habilidades
torpísimos desaciertos.
En minuet y contradanza,
en seguidillas y juegos,
se ocasionan excecrables
retozos y manoseos... Library of Congress, Washington, Colección Medina, p.s/n.



Tipografía de Nabor Chávez. Portada del Manual de bailes de sala de Domingo Ibarra, 1860
Plata sobre gelatina sobre bastidor, 25 x 16 cm
Fuente: Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, México
Foto: Agustín Quezada
Col. Biblioteca Nacional, México
Fototeca Cenidi-Danza


También en Puebla, el Seminario Palafoxiano reeditó en 1793 la célebre Carta de Fray Diego de Cádiz —uno de los más acérrimos enemigos del teatro en España— en la que condenaba los bailes de salón y cuestionaba la licitud moral del baile en general:


De aquí, dice un Santo Padre, hablando de esta diversión, que el baile es un círculo, cuya circunferencia es el diablo, y cuyo centro es el demonio. Íbidem


Anónimo. Figuras para las cuadrillas y contradanzas, 1860
Fotografía en color sobre bastidor, 17 x 25 cm
Fuente: Manual de bailes de sala
Foto: Agustín Quezada
Col. Biblioteca Nacional, México
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Una de las últimas danzas perseguidas durante la época de la independencia fue el Vals, cuya introducción hacia 1810, tanto en los salones como en los teatros, causó una verdadera revolución.
     Se trataba de la primera danza de salón que presentaba a la pareja estrechamente enlazada y que, ante el horror de todo tipo de mojigatos, no era practicada por la "ínfima plebe" o por la gente "de color quebrado", sino por las clases altas, en cuyos salones los jóvenes la ejecutaban con el beneplácito de sus familias, sus mayores y la sociedad en general.
     Muy pronto, esta nueva danza que, de acuerdo con sus detractores, introducía "tocamientos impuros", suscitó numerosas quejas y denuncias.
Anónimo. Figuras para las parejas en los bailes de salón, 1860
Fotografía en color sobre bastidor, 34 x 23 cm
Fuente: Manual de bailes de sala
Foto: Agustín Quezada
Col. Biblioteca Nacional, México
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      Sin embargo, como sucedió con todos los aspectos de la representación en los escenarios, con las manifestaciones populares ejecutadas en las fiestas cívicas o religiosas y con todos los tipos de espectáculos callejeros, la virulencia con que se les atacó o denunció, así como los esfuerzos de las autoridades para reglamentarlos resultaron, a la larga, infructuosos.
     La cantidad de las denuncias y la frecuencia con la que se promulgaban nuevas normas, o se refrendaban las antiguas demuestra que las leyes, reglamentos o prohibiciones no se respetaban o muy pronto se olvidaban. A la larga de estos avatares, el espíritu lúdico y la vitalidad popular resultarían triunfantes.