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En el ámbito de los juegos de destreza y acrobacia, los indígenas contribuyeron con una serie de habilidades y formas propias, que enriquecieron el ambiente de la fiesta novohispana. Numerosos cronistas mencionaron algunas de las diversas formas de prestidigitación y acrobacia además de titiriteros, ilusionistas y "zaharrones" o "chocarreros" de que hicieron gala los indígenas desde la época prehispánica. Joseph de Acosta enumeró algunas de ellas:

Ilustraciones en programas de mano del Fondo Armando
de Maria y Campos. Cortesía del Centro de Estudios de
Historia de México Condumex.

En ninguna parte hubo tanta curiosidad de juegos y bailes como en la Nueva España, donde hoy día se ven indios volteadores, que admiran, sobre una cuerda; y otros sobre un palo alto derecho, puestos de pies, y con las corvas, menean y echan en alto, y revuelven un tronco pesadísimo, que no parece ser cosa creíble, si no es viéndolo; hacen otros mil pruebas de gran sutileza, en trepar, saltar, voltear, llevar grandísimo peso, sufrir golpes que bastan a quebrantar hierro, de todo lo cual se ven pruebas harto donosas. Fray Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, México, FCE, 1962, p. 318.


  Hacia 1529, Hernán Cortés había llevado un grupo de indígenas, que ejecutaron el juego del palo ante Carlos V y después fueron enviados a Roma. Ahí su destreza causó admiración en la corte papal, y el artista alemán Christoph Weiditz realizó un grabado. Durante la época virreinal, este juego mantuvo una gran popularidad y, practicado con frecuencia por indios itinerantes, se integró a las variadas manifestaciones lúdicas que, durante siglos, animaron las plazas y calles de la Nueva España.
     Hacia la primera mitad del siglo XVI, ya se hablaba en la Nueva España de farsantes y diversos artistas ambulantes, a los cuales el gobierno, al otorgarles licencia para ejercer sus habilidades, les cobraba una "pinción", que se destinaba a hospicios, hospitales y otras obras pías.
    En los primeros años del siglo XVII, los virreyes Conde de Monterrey y Marqués de Montesclaros, ratificados por la Corona, concedieron al Hospital Real de Naturales el usufructo del Corral de Comedias construido en su claustro principal. Llamado más tarde Coliseo de México, constituyó el centro alrededor del cual giraba la vida teatral de la capital y donde floreció el teatro dramático y musical de carácter "oficial".

     Al lado —más bien en la periferia— de ese teatro se desarrolló en la Nueva España un colorido y pintoresco mundo: el de los grupos itinerantes y los artistas callejeros. Entre los primeros se distinguían las "compañías de la legua" o "volantes", que podían ser dramáticas, de títeres o de las que, integradas por acróbatas, mimos, músicos y bailarines, se conocían como "Maromas y volatines".
     En el fondo de la escala se encontraban los merolicos, los que se ganaban la vida mostrando animales amaestrados y los fenómenos, mientras que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, proliferaron los charlatanes y los que exhibían aparatos "científicos", juegos de luces y nuevas tecnologías.
     Todos eran ambulantes y sus principales fuentes de trabajo eran las ferias y fiestas públicas y las corridas de toros, a las cuales estuvieron ligados, hasta bien entrado el siglo XIX, los grupos de maromeros. Todos eran capaces de desarrollar sus espectáculos ya fuera en teatros o mercados, en calles y plazas, en patios de conventos y mesones o en la esquina que mejor les acomodase. Los mejores tenían la oportunidad de presentarse durante las más importantes fiesta públicas, como sucedió en 1604 con el maromero Juan López Montalbán.
     Aunque para ellos no parece haberse promulgado una reglamentación especial, estaban más estrechamente controlados que en España. A menos que tuvieran un permiso especial y compartieran sus ganancias con el Hospital Real de Naturales, tenían prohibido presentarse en un radio de cinco leguas alrededor de la capital, y todos, hasta los más humildes artistas callejeros, necesitaban de una licencia concedida por el Virrey para ejercer sus habilidades. Debían presentarse ante las autoridades del lugar al que llegaran, y obtener de ellas una carta de buena conducta antes de salir.

   
     Por otra parte, aunque, en teoría, la licencia firmada por el Virrey debía servirles como protección contra los abusos de las autoridades civiles o eclesiásticas locales, en la práctica muchos artistas se encontraron indefensos ante ellas. Numerosos grupos de este tipo recorrieron sin cesar la Nueva España. Por lo general, se formaban en la ciudad de México y de allí se dirigían hacia sus diversos destinos.

        Algunos cubrían el circuito México-Puebla, pero otros viajaban hacia el norte y el occidente, por las prósperas regiones mineras de Guanajuato y Zacatecas y por Guadalajara hacia Reino de Nueva Vizcaya. Otras iban hacia el sur, hasta Guatemala y América Central. A lomo de mula o en carretas, viajaban sin cesar, tratando de llegar a tiempo a las fiestas titulares o a las ferias de los pueblos.

  
     Su precaria economía se nutría de las monedas que gracias a la buena voluntad del público se reunían y, a veces, trabajaban por la comida del día o por un lugar donde dormir. Procedentes por lo general de las castas y clases más humildes, la actividad de los artistas itinerantes y callejeros fue constantemente vigilada y controlada por la autoridad civil, y condenada y muy a menudo perseguida por las autoridades eclesiásticas: Iglesia e Inquisición.


UN MAROMERO ASEDIADO APELA AL VIRREY EN 1673

Entre los numerosos documentos que se conservan, resulta sorprendente constatar el grado de atención que muchos virreyes concedían a los espectáculos callejeros, ya fuera para reglamentarlos o prohibirlos pero con frecuencia también para apoyar a los artistas en forma por demás democrática. De ello da fe una cédula expedida por el Virrey Marqués de Mancera, a nombre del Rey, el 7 de febrero de 1673, para auxiliar a un maromero, el cual —con toda seguridad analfabeta pero por medio de un escribano— le había escrito así:


Excelentísimo Señor: Yo, Francisco de Yrrasábal, maromero, digo que, para poder irme a diferentes partes de esta Nueva España a jugar la maroma como lo he hecho en esta ciudad, y porque los Alcaldes Mayores y demás Justicias, con diferentes pretextos me lo impiden, y algunas de las dichas Justicias quieren compelerme a que en sus casas la juegue, se me sigue notable perjuicio e incomodidad. Y para que esto se remedie, a Vuestra Excelencia pido y suplico se sirva de mandar se me despache mandamiento para que los Alcaldes Mayores, y demás Justicias, me dejen usar libremente mi oficio sin poner embarazo ni impedimento alguno, ni me compelan a que la juegue en sus casas contra mi voluntad, y que para ello se les impongan penas, en lo que recibiré merced de la grandeza de Vuestra Excelencia.


Después de consultar el caso con un Oidor de la Real Audiencia, el Virrey respondió, protegiendo al humilde maromero contra la arbitrariedad y la corrupción:


...mando a todos los Alcaldes Mayores, Corregidores y demás Justicias de la gobernación de este reino, dejen usar libremente su oficio de maromero al dicho Francisco de Yrrasábal, sin ponerle embarazo ni impedimento alguno, ni le compelan a que juegue la maroma en sus casas, contra su voluntad. Fecho en México a diez y siete de febrero de mil seiscientos y setenta y tres años. El Marqués de Mancera. AGN, General de Parte, Vol. 14, Exp. 164, f. 142r.



UN EPISODIO DE LA CENSURA A LOS TÍTERES EN EL MÉXICO DE 1715

Los espectáculos de títeres se encuentran entre los primeros que se presentaron en la Nueva España; su actividad se menciona ya desde 1524, y durante los tres siglos virreinales tuvieron un amplio campo de desarrollo. Los grupos que presentaban títeres o marionetas eran por lo general itinerantes y recorrían constantemente las ciudades y pueblos del virreinato.
     Actuaban en ferias y mercados, patios de mesones, casas particulares, plazas y calles; en general, en cualquier parte donde pudieran montar su teatrito, al que también se le llamaba "Máquina Real". Algunos grupos alternaban las llamadas "comedias de muñecos" con "comedias de personas" y presentaban pantomimas y comedias profanas o con temas religiosos. Con estas últimas, y con "retablos" y "nacimientos" se insertaban en las fiestas religiosas de las ciudades y pueblos que visitaban.
     
     En la Ciudad de México las condiciones eran muy difíciles, pues tenían que vérselas con los administradores del Hospital Real de Naturales, que gozaba del monopolio de los espectáculos en la capital. A las mejores compañías de títeres o de "Maromas y Volatines" se les permitía presentarse en el Coliseo durante la Cuaresma, cuando la compañía regular se encontraba inactiva, pero a las demás se les prohibía actuar dentro de la capital, pues se temía que sus espectáculos quitasen público al Coliseo.
     Por otra parte, cuando se les concedía licencia para presentarse en los barrios alejados del centro de la ciudad, los artistas callejeros debían entregar al Hospital una parte de sus ganancias. En 1702, el administrador denunció a un maromero que se encontraba "volteando en diferentes partes de esta ciudad" sin notificar al Hospital. Alegaba que "por reales disposiciones y antigua y continuada costumbre", los que practicaban esta clase de "juegos públicos" debían entregar un tercio de sus entradas totales, más lo que se colectara en las bancas, que el Hospital enviaba al lugar donde se efectuaban las presentaciones, ya que en esa época se pagaba dos veces: una al ingresar al teatro o local de representación y una más al tomar asiento.

     
Esta difícil situación, que prevaleció durante casi todo el siglo XVIII, fue aliviada en 1794 por el Virrey Conde de Revillagigedo quien comprendió que, para gran parte del pueblo que no podía pagarse una entrada al Coliseo, los espectáculos callejeros constituían su única diversión.
     El 16 de abril de dicho año, ordenó al administrador del Hospital que no se suprimiesen las licencias a los espectáculos callejeros dentro de la ciudad de México"en consideración a que la Gente que concurre a esta especie de recreación no es por lo común de la que frequenta el Teatro, y por consiguiente no puede disminuir sus productos...". AGN, Tierras, Vol. 3097, Expediente 11, f. 128r; FRBN, Asuntos de Teatro, Vol. 1413, f. 129r.

      Los espectáculos de títeres, o "Máquina Real", podían efectuarse también a domicilio. En 1705, un herrero español, llamado Tomás, ofreció una fiesta con motivo del día de San Nicolás Tolentino, durante la cual "un mestizo" ejecutó actos de prestidigitación o "juego de manos" y "luego jugó títeres" delante de una sábana, sobre una mesa cubierta con un mantel. Un testigo declaró que dicho titiritero "los anda jugando vulgarmente en las casas". AGN, Inquisición, Vol. 722, Expediente 5, ff. 193-194r.

     Numerosos documentos muestran que en todas las clases sociales se acostumbraba incluir espectáculos en las fiestas particulares, ya fueran con profesionales —si podían pagarlos—, o con entremeses, coloquios y otros "juguetes" actuados por los dueños de la casa y sus vecinos y amigos. También los aristócratas, y hasta los mismos virreyes, lo hacían. En 1715, el titiritero Gabriel Ángel Carrillo, al solicitar licencia al Virrey Duque de Linares, le recordó que ya habían actuado ante él:

Digo, que para poder alimentarme y a mi mujer e hijos, he ocupádome en el ejercicio de la Máquina Real de comedias de muñecos, ocupación honesta como es notorio a Vuestra Excelencia, que ha gustado de ella... AGN, General de Parte, Vol. 23, Exp. 302, f. 218r.

     En las plazas de provincia, la competencia parece haber sido feroz, pues los titiriteros y otros grupos ambulantes trataban de monopolizarlas, solicitando la facultad de impedir que artistas de su misma especialidad pudiesen presentarse al mismo tiempo que ellos. Con frecuencia los virreyes accedían a ello, como en 1716, cuando el Duque de Linares concedió licencia al mismo titiritero bajo estos términos:

...concedo licencia al dicho Gabriel Ángel Carrillo para que, así en esta Ciudad como en todas las jurisdicciones de mi gobernación, pueda jugar la diversión de comedia de muñecos sin que en ello se le ponga embarazo ni impedimento alguno por las Justicias y personas de cualesquier estado que sean, y le concedo la facultad para que pueda impedir el que otro lo haga. AGN, General de Parte, Vol. 24, Expediente 1, f. 1r.


    La actividad de los artistas ambulantes da la impresión de haber sido frecuentemente accidentada. A los obstáculos mencionados había que añadir, no sólo la prepotencia de las autoridades de provincia, algunas de las cuales, arbitrariamente, desconocían su derecho a actuar o los obligaban a presentarse, sin paga, en sus casas, sino la vigilancia perenne de las autoridades inquisitoriales y de los curas y mojigatos en general, ante cuyos ojos cualquier suerte bien ejecutada —sobre todo de acrobacia y prestidigitación—, podía despertar sospechas de brujería y hasta de "pacto" con el Diablo.


     Por otra parte, como los espectáculos de títeres no eran —como hoy— sólo para público infantil, en ellos a menudo se buscaba la risa ridiculizando a las autoridades civiles y —más frecuentemente— a las eclesiásticas. Por ello, Iglesia e Inquisición estaban también atentas al contenido de las comedias "de muñecos", a lo que se decía y se cantaba en los entremeses y coplas y hasta al vestuario portado por títeres y marionetas. La mirada de los inquisidores novohispanos, siempre atentos a perseguir cualquier falta a la moral o desviación de la ortodoxia religiosa, cayó en 1715 sobre un humilde grupo mixto, de maromeros y titiriteros —encabezado por un español y un mestizo—, y resultó en la condena y quema de uno de sus muñecos que salió vestido de fraile, ordenada por el padre guardián del Convento de San Juan Bautista de Metepec, quien fungía además como calificador del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
      El asunto que presentaron parece haber sido bien sencillo, incluso ingenuo: durante una corrida de toros, uno de los muñecos sufría una cornada, después de lo cual "sacaron uno en forma y traje de religioso" para confesar al herido. El cura denunciante informó a sus superiores de la capital que, al terminar la función,

 


les reprendió, y amonestó severamente, previniéndoles no abusasen más de cosas tan sagradas, quitándoles el muñeco y mandándolo quemar, encargándoles advirtiesen lo mismo a los de su oficio, en semejantes, y perniciosos abusos, a [lo] que condescendieron con toda humildad, y protestando su ejecución en lo que se les mandaba, advertidos que, si volviesen a incurrir en dichos abusos, serían castigados por el Santo Tribunal de la Inquisición. AGN, Inquisición, Vol. 759, f. 729.


   El uso de vestiduras religiosas en la escena era siempre mal visto; de hecho, había sido prohibido ya por Felipe II desde el siglo XVI pero, dada la cantidad de obras con asuntos y personajes religiosos, las autoridades civiles de ambos lados del Atlántico se hacían de la vista gorda y, cuando los religiosos protestaban demasiado, sacaban algún bando prohibitivo o castigaban a algún grupo suspendiéndole sus funciones.

     De la España del siglo XVII procede la noticia de otro escándalo provocado por títeres vestidos también como religiosos. En 1623, durante una procesión de la orden de Santo Domingo celebrada en Valencia, un titiritero representó un entremés o pantomima en un balcón, en el cual aparecía un títere vestido de fraile que arrojaba flores a una mujer al tiempo que, con una cachiporra, golpeaba ferozmente a un sacerdote. Sebastián Gasch, Títeres y marionetas (1949), p. 24.
     La censura a los espectáculos de títeres no fue exclusiva del Imperio Español, pues se practicaba también en otras parte de Europa. En Italia, el Papa Inocencio XI —conocido como "El Atila del Teatro"—, había decretado que los títeres femeninos debían portar mallas azules bajo las faldas, para evitar que sus calzones sugirieran el "peligroso" color de la carne y prevenir así los "malos pensamientos" entre los espectadores. Carlo di Stefano, La censura teatrale in Italia (1964), pp. 15-16.

 

UNA COMPAÑÍA ITINERANTE EN 1810


Los grupos itinerantes de diversos tipos, así como los artistas callejeros solitarios, eran ya muy numerosos en los albores del siglo XIX y recorrían determinados circuitos o viajaban de un extremo a otro del virreinato. Por su lejanía del centro del país, la distancia entre sus poblaciones y su difícil geografía, las provincias de la Audiencia de Guatemala no parecen haber constituido plazas muy apetecibles para los cómicos de la legua.
  Los pueblos de sus alrededores eran pequeños y dispersos, con distancias considerables entre ellos y caminos muy difíciles. En el siglo XVIII los caminos de Chiapa no eran mejores que en el XVI, y se consideraban como los peores de Nueva España, pero a pesar de ello muchos grupos no dudaron en aventurarse por sus impresionantes montañas y profundas barrancas.

     Esa geografía no arredraba a los artistas itinerantes, como tampoco los detenían leyes como la Real Cédula de 1758, que prohibía a mestizos y mulatos establecerse en pueblos de indios, y otras similares que también lo prohibieron a los españoles. En 1775, el Virrey Bucareli, al conceder una licencia al maromero Juan Antonio Zárate, estipuló que "podía ejercer su habilidad en las ciudades y principales pueblos de españoles, y de ninguna suerte se le permita en pueblos de indios...". AGN, General de Parte, Vol. 53, Exp. 262, f 177v.


   Diversos tipos de grupos se vieron más a menudo en lugares como Ciudad Real (San Cristóbal de Las Casas) o como Chiapa de los Indios (Chiapa de Corzo), y se presentaban ocasionalmente en pueblos más pequeños o en haciendas ganaderas, agricultoras o ingenios de azúcar. Los que más se acercaron parecen haber sido los de títeres y los de maromeros y volatineros, como sucedió en 1810 en Ciudad Real, cuando un grupo de volatines se presentó en el Convento de San Antonio.

     Su espectáculo incluyó escenas cómicas, el consabido "baile" sobre una cuerda que se tensaba entre dos "tijeras" de madera, y algunos trucos de prestidigitación, pero sus integrantes fueron acusados por su actuación ante el Santo Oficio de la Inquisición. El fraile denunciante ofreció detalles preciosos sobre el funcionamiento de este tipo de grupos, y su interés se basa en los juegos de palabras que lo escandalizaron, por lo que vale la pena citar extensamente el documento:

El día veintitrés del próximo mes de agosto por la noche, vinieron a este mi convento los volatines, que Vuestra Señoría sabe están en esta ciudad con el fin de divertir a la comunidad. Uno de ellos, cuyo nombre ignoro, pero que se dice ser nativo del pueblo de Quetzaltenango, pequeño de cuerpo, cuyo aspecto manifiesta ser mulato, y que según he oído decir, es el maestro, o principal entre ellos, abusó de un modo irrisorio del persignado y sus palabras, mezclando cada una de ellas con otras de chicanada, o bufonada, de las cuales una, u otra tan solamente tengo presente. Yo mismo presencié este hecho, y se hallaron también presentes mi Reverendo Padre Guardián Fray Pedro Méndez, el Padre Lector Fray Mariano Álvarez, el Padre Lector Fray Mariano Lanuza, uno de los religiosos que acaban de venir de España, el señor Chantre Don Esteban Vargas, el Vicerrector del Colegio Don Urbano Aguilera, con los Colegiales Don Mariano Méndez, el niño Don Blas Valenzuela, varios de los músicos Bonifaz, y otros muchos seculares. Al día siguiente contó en mi presencia el Padre Cura del Sagrario Don Eulogio Correa, que había oído decir, que estos mismos volatines habían hecho irrisión de la confesión sacramental, pues entre las bufonadas que acostumbran hacer, fingía uno de ellos que se confesaba. Se acusaba, que había robado un carnero, y a nombre del confesor preguntaba, ¿cómo lo había robado? a lo que respondía, que por un agujero. Decía, a nombre del confesor, que no lo absolvía, si no le traía un peso. Luego fingía llevar el peso al confesor: que se lo daba por un agujero de la rejilla del confesionario y que el confesor le decía, que se lo diera por delante, que ¿cómo quería que cupiera por el agujero? a lo que respondía, que ¿como había de haber cabido el carnero por un agujero? (...) Con este motivo pregunté al niño Don Blas Valenzuela, si había asistido al baile de los volatines y si habían hecho estos como que se confesaban, y me respondió, que había asistido al baile, y que el mismo de quien he hablado arriba, se allegó junto a un palo, o junto [a] las tijeras de la maroma, que fingía ser el confesor, y en sustancia me refirió lo mismo que yo le había oído al Padre Cura; todo lo cual pongo en noticia de Vuestra Señoría, para que se digne tomar las providencias, que juzgue oportunas. Convento de San Antonio de Ciudad Real de Chiapa y Septiembre 4 de 1810. - Fray José Antonio Orellana.

     El Comisario del Santo Oficio en Ciudad Real envió a la Inquisición de México la denuncia anterior, aclaró que no había averiguado más "porque los Volatines denunciados (cuyos nombres y apellidos no he podido saber), se han ido para Guatemala", y añadió que sus habilidades en juegos de manos los habían hecho "sospechosos". Con la pasmosa lentitud que le caracterizaba, el tribunal de México le respondió hasta el 13 de enero de 1811, sugiriéndole que, la próxima vez, "acuda al Juez Real para que impida semejantes profanaciones". AGN, Inquisición, Vol. 1449, ff. 197-198.
     La carta del Comisario estaba fechada el 16 de septiembre de 1810. La Nueva España se acercaba al final de sus tres siglos de existencia. Para 1820, el temible Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición había sido abolido. Los artistas callejeros proseguirían su existencia a lo largo del siglo XIX, llevando diversos y cambiantes espectáculos alternativos, una vez más, por todas las regiones del país.