Desde la posición
que nos proporcionan los albores del siglo XXI y tomando en cuenta los
conceptos de espectáculo total, el post-modernismo, el happening
y el performance, resulta de gran interés observar, en ese
"país extraño" que representa el pasado, una serie
de manifestaciones populares que, al rebasar el marco religioso dentro
del que se presentaban, se emparentan curiosamente con nuestras manifestaciones
actuales.
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Con
su particular mezcla de la devoción más solemne con lo festivo
y carnavalesco, las festividades religiosas de la época virreinal
representaron la cultura popular, muchas de cuyas manifestaciones han
llegado hasta nuestros días. Al desbordar las fronteras de la teatralidad,
ese tipo de espectáculo total abarcaba el espacio urbano y se extendía
colectivizándolo al ámbito privado.
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Desfile
en la Plaza Mayor, siglo XVII. (Florescano, vol. 3: 57).
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En
atrios, capillas abiertas, iglesias, colegios, conventos, plazas y calles,
casas reales o particulares, con la participación de todos los
estamentos de la sociedad, la fiesta religiosa popular constituía
un evento en toda la extensión de la palabra. A las representaciones
dramáticas estrictas se añadía toda una parafernalia
parateatral, desde el desfile o procesión hasta el tianguis y la
venta de fritangas. Como en lo que actualmente se conoce como happening,
y emparentado con el performance, se participaba tanto de lo fijo
y reglamentado como de lo improvisado y aleatorio, y hasta la riña
sangrienta o el crimen, que en ocasiones tenían lugar, llegaban
a formar parte del espectáculo.
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A
esto hay que añadir que, durante los tres siglos virreinales, estas
manifestaciones resultaron sospechosas a los ojos de la autoridad, fueron
vigiladas, reglamentadas y a menudo prohibidas, pese a lo cual muchas
de ellas fueron conservadas por el pueblo y conducidas hasta la actualidad.
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La
primera forma de control y censura que apareció en la Nueva España
fue la ejercida sobre las manifestaciones dramáticas y dancísticas
practicadas durante las festividades religiosas por la gente del pueblo,
sobre todo indígenas, y se manifestó tanto en la normativa
emanada de los tres concilios provinciales mexicanos celebrados en 1555,
1565 y 1585, como en las leyes promulgadas por la Corona.
Éstas últimas contribuyeron también a la preservación
de danzas y costumbres a lo largo de las Américas.
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En
1555, Carlos V y Doña Juana ordenaron que se conservaran "las
leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios para
su buen govierno y policia, y sus usos y costumbres observados y guardados
despues que son christianos", siempre y cuando no se encontraran
en contradicción con "nuestra sagrada religion", ordenando
a sus funcionarios que no se perjudicara "a lo que tienen hecho,
ni a las buenas y justas costumbres y Estatutos suyos".
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En
épocas posteriores esta ley sería invocada con frecuencia
por los indios al solicitar licencia para realizar sus celebraciones o
para protegerse de eclesiásticos o funcionarios que intentaban
impedirles ejecutar sus danzas. 
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En
la capital del virreinato, las grandes fiestas religiosas se celebraban
públicamente y su organización y control meticulosamente
planeados y codificados se llevaban a cabo bajo el patrocinio del
Cabildo o Ayuntamiento de la ciudad, el Cabildo Eclesiástico de
la Catedral y las diferentes órdenes religiosas. Sin embargo, ya
desde el siglo XVI aparecieron las censuras a los espectáculos
que acompañaban la celebración del Corpus Christi.
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Instituida
por decreto papal desde 1264, la fiesta del Corpus Christi o Santísimo
Sacramento fue, durante muchos siglos, la más importante del catolicismo.
En la Nueva España floreció a partir de 1526 y, tanto en
la capital como en Puebla y otras ciudades grandes, poseyó una
refinada organización y se celebró con magnificencia. En
su origen, los frailes y sus feligreses, los gremios de artesanos y las
cofradías se encargaban de los adornos, carros, representaciones
y danzas que acompañaban a la procesión.
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En
ella desfilaban las autoridades civiles y eclesiásticas, encabezadas
respectivamente por el Virrey y el Arzobispo y seguidas por las órdenes
religiosas, los funcionarios y la nobleza, los gremios de artesanos y
las cofradías de la ciudad. Para el último cuarto del siglo
XVI, al terminar la procesión, la celebración culminaba
con la representación de un auto sacramental o de una comedia realizada
por comediantes profesionales.
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A
pesar de su carácter religioso, la fiesta del Corpus se vio siempre
marcada por elementos profanos de carácter popular y carnavalesco.
La tarasca posible representación del demonio o del paganismo
subyugado por la Eucaristía, así como los bailes grotescos
de gigantes, enanos y cabezudos, le daban un carácter festivo.
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A
lo largo de la procesión, en el atrio de la iglesia, o incluso
en su interior, podían presentarse bailes puestos por indios, negros
o españoles cuyo carácter, las más de las veces,
nada tenía de devoto y mucho de lúdico y burlesco. Esta
tradición procedía de Europa, donde, tanto en España
como en Inglaterra o Francia, el Corpus conservaba, a pesar de la oposición
de la Iglesia y de sus infructuosos esfuerzos por reglamentarlo, un carácter
festivo con reminiscencias paganas que contrastaba con la
solemnidad de la ocasión.
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Con
la festividad, esos elementos paganos y carnavalescos pasaron al Corpus
novohispano, al que se le añadieron las manifestaciones de los
indígenas y africanos. Esto provocó la oposición
del primer Obispo de México, Fray Juan de Zumárraga quien
en 1544-45 lanzó un severo ataque a las celebraciones del Corpus.
La descripción que hizo recuerda, sin duda, una fiesta de carnaval: |
Zumárraga
murió en 1548, pero todavía se acataba su voluntad en 1550,
cuando el Cabildo Eclesiástico ordenó que la procesión
se hiciera "de la misma manera que se hacía en vida del señor
obispo, sin danzas ni bailes ni fuegos ni invenciones..."
Sin embargo, la prohibición fue pronto levantada por el Cabildo
de la Ciudad, para el cual era una cuestión de honor realizar las
fiestas con el mayor lucimiento posible, y sabía que las representaciones,
juegos y bailes que lo amenizaban constituían su mayor atractivo.
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Anónimo.
Biombo: Juegos prehispánicos.
Detalle: Danzas indias. Octavo panel.
Segunda mitad del siglo XVII
Fotografía en color sobre bastidor, 25 x 17 cm
Fuente: Artes de México. Nueva época, núm.
12, 1991
Foto: Michel Zabé
Col. Museo de América, Madrid
Fototeca Cenidi-Danza
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Más
difíciles de controlar, y por lo tanto con mayores oportunidades
de transgredir, fueron las festividades religiosas de los pueblos indígenas
y las zonas rurales. En ellos, lejos del control ejercido en los centros
urbanos, la religiosidad popular se expresaba plenamente en los espectáculos
y el desorden, con la consiguiente oposición del clero y los intentos
de reglamentar y prohibir sus manifestaciones.
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Aunque
existieron variantes en las costumbres regionales, las celebraciones seguían
patrones más o menos generales. Además de las procesiones,
representaciones dramáticas, músicas, danzas y voladores,
se incluían diversiones caballerescas como justas, batallas navales
o campales, carreras de caballos, juegos de cañas y sortijas, escaramuzas
y corridas de toros
que en muchos pueblos del interior habían pasado ya a ser del dominio
popular.
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Las
festividades de los santos titulares de los pueblos, el Corpus Christi,
la Santa Cruz, la Navidad y Reyes, así como las procesiones y representaciones
de la Pasión durante la Semana Santa, constituían los más
importantes eventos en la vida de las comunidades. En su preparación
se invertían meses enteros, durante los cuales se ensayaba por
las noches y se vivía un ambiente de jolgorio y alegría.
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Durante
las festividades, la concentración de multitudes resultaba en desórdenes,
suciedad, embriaguez colectiva, heridos y hasta muertes, ocasionadas tanto
en las riñas violentas que inevitablemente surgían como
con bastante frecuencia en las corridas de toros, en las que,
se dijo, "algunos mueren infelizmente, otros escapan heridos, descalabrados,
estropeados y contrahechos". 
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A
lo anterior hay que añadir las ruidosas celebraciones populares
que se generaban en pueblos y ciudades con pretexto de las
fiestas religiosas. Los peregrinos solían llegar desde la noche
anterior a la fiesta, y muchos pernoctaban dentro de las iglesias o acampaban
en sus cementerios.
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Allí
se velaba, se encendían hogueras, se comía, se ingerían
bebidas alcohólicas y la noche transcurría en un ambiente
festivo, amenizado por juegos, música, bailes, borracheras y cantos
en los que destacaban las coplas satíricas o irreverentes que ridiculizaban
toda clase de autoridades o instituciones, por sagradas que fuesen. Esto
se repetía, ante iglesias o en plazas y calles, durante todos los
días que duraban las fiestas.
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El
desorden general, aunado a los considerables gastos que las fiestas ocasionaban
a los pueblos y cofradías que a menudo se vieron al borde
de la ruina, formaron parte de las objeciones que los poderes civil
y eclesiástico pusieron a las fiestas religiosas, así como
de las medidas que tomaron para contenerlas y normarlas. Mientras que
el gobierno se esforzaba por prevenir el desorden, la Iglesia condenaba
la mezcla de lo sagrado y lo profano, los bailes y representaciones dentro
de los templos y conventos y el ambiente festivo que se generaba. Sin
embargo, por el arraigo de estas celebraciones entre el pueblo, la resistencia
que opuso a la normatividad y la censura terminaría por hacer infructuosos
los esfuerzos de las autoridades. |
Además
de las condiciones mencionadas, muchos casos de censura, interesantes
y curiosos, se dieron constantemente a lo largo del territorio virreinal.
Entre otras manifestaciones, los lenguajes extraliterarios o no-verbales
también inquietaron considerablemente a los religiosos. Desde el
siglo XVI aparecieron objeciones al uso de vestuario, insignias y ornamentos
eclesiásticos e imágenes sagradas.
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En
acatamiento a las disposiciones del Concilio de Trento, que condenaron
la mezcla de lo sagrado y lo profano, Felipe II promulgó en 1588
una Real Cédula, en la que prohibía el uso de vestiduras
eclesiásticas en los teatros. A ésta seguirían, en
todas las épocas, reiteradas disposiciones que huelga decirlo,
serían sistemáticamente desobedecidas.
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En
1586 se registró un curioso caso cuando se denunció ante
el Santo Oficio y se formó proceso a Francisco de Guzmán,
"sastre honrado" y mayordomo de la Cofradía de la Soledad
en el puerto de Veracruz. Guzmán fue acusado de "haber hecho
representaciones con imágenes e indecentemente". De acuerdo
con el denunciante, acostumbraba sacar imágenes de la iglesia para
ofrecer con ellas representaciones seudo-dramáticas, las cuales
daban lugar a irreverencias como ésta: |
Otro
tipo de espectáculo que se encontró también con la
oposición de las autoridades fueron las danzas-teatro o danzas
dialogadas, cuya temática incluía las batallas entre moros
y cristianos y la conquista de México, así como la escenificación
de historias con temas bíblicos o vidas y martirios de santos.
En 1699 se denunciaron
los Moros y Cristianos que se practicaban "en toda la sierra de Michoacán,
sus pueblos y doctrinas en las muchas fiestas que en cada un año
hacen".
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Los
danzantes se vestían en la sacristía y usaban vestiduras
y ornamentos sagrados. Su desarrollo empezaba con la ruidosa llegada de
las huestes de "moros" al exterior de la iglesia, a la que entraban
lanzando desafíos, y proseguía en la plaza mayor de la ciudad,
ante el "castillo" que se habría de asediar, en el que
se encontraba la cruz o una imagen "robada", que las tropas
"cristianas" rescatarían.
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Sobre
su ejecución en Pátzcuaro se añadió un interesante
detalle: "Así en esta ciudad como en los pueblos de indios",
en el interior del templo, figuraba un grupo "en traje de negros
ridículos", que evolucionaba "haciendo monerías
y visajes divirtiendo al auditorio de la iglesia".
Contra este tipo de representaciones, el Arzobispo de México Francisco
Aguiar y Seixas había promulgado al parecer infructuosamente
un severo edicto en 1694.
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Cuando
el desorden involucraba a las imágenes sagradas, y las escenificaciones
de Moros y Cristianos se combinaban con otros espectáculos, el
peligro y la inquietud de los eclesiásticos se redoblaban. Una
denuncia, fechada en 1719,
hablaba sobre los abusos cometidos en Orizaba en una representación
de Moros y Cristianos que se efectuó durante una corrida de toros.
En ella, "poco antes del primer toro, sacaron a San Miguel en sus
andas" para dar la vuelta al ruedo, pero alguien abrió la
puerta antes de tiempo y los toros salieron en tropel provocando una estampida
general, durante la cual "estuvo a pique de andar rodando por el
suelo la santa imagen". 
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Aún
más que las anteriores, las escenificaciones de historias de santos
provocaban el recelo de las autoridades religiosas, que redoblaban sus
esfuerzos por reprimirlas. El viajero inglés Thomas Gage, quien
estuvo en la Nueva España entre 1624 y 1635, observó que
esas manifestaciones, a las que llamó "una tragedia actuada
por medio de la danza", eran muy apreciadas por los indígenas
de Chiapa y Guatemala. Los desórdenes y las "irreverencias"
que acompañaban su ejecución fueron descritos en 1621
por Fray Urbano de Rebenga quien, desde su parroquia en el pueblo de San
Lucas, escribió a sus superiores quejándose amargamente.
Esas danzas, "donde sacan las historias y martirios de santos como
son los apóstoles y de otros santos particulares", se ejecutaban
sobre todo durante las fiestas de Santiago y de San Lucas patrono
del pueblo-: |
El siglo XVIII marcó
no sólo el mayor florecimiento y difusión de ciclos dramáticos
como los de la Pasión y Navidad, sino la más abierta condena
de la Iglesia, que inauguró una época de reformas que condujo
a una decidida persecución contra el teatro religioso popular.
Dos importantes factores contribuyeron a ello: la inveterada enemistad
de los eclesiásticos y las ideas de la Ilustración. Mientras
ésta condenaba en nombre de la propiedad, la modernidad y la razón,
la Iglesia lo hacía en nombre de la moral.
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El
año de 1765 fue decisivo, dada la prohibición de representar
autos sacramentales, promulgada por Carlos III como parte de una serie
de medidas para desterrar la superstición y desacralizar y reformar
las manifestaciones teatrales, a la que siguieron, en 1772, 1777
y 1780, las prohibiciones de bailar dentro de las iglesias y la
exclusión de la Tarasca y los gigantes de las procesiones del Corpus
Christi.
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Como
consecuencia, en la Nueva España se desarrolló una intensa
campaña para implantar esas reformas, y a partir de esos años
se inició una verdadera "marginación" de las manifestaciones
escénicas de la religiosidad popular. Estas manifestaciones no
lograron escapar al largo brazo de la censura.
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En
1757, al parecer infructuosamente, el arzobispado había prohibido
las Danzas de los Santiaguitos y las representaciones en lenguas
indígenas de La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo,
pero en1768 el Santo Oficio inició una investigación sobre
las mismas representaciones, que tradicionalmente se ejecutaban en
castellano en los pueblos de la región de Tlaxcala, Puebla
y México.
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Se
alegaba que los textos, transmitidos de una generación a otra,
habían degenerado, tanto en su lenguaje como en su puesta en escena,
rebosando de elementos que a los ojos religiosos aparecían no sólo
como escandalosos sino hasta blasfemos. De acuerdo con las denuncias,
el personaje de Judas se había convertido en un gracioso de comedia,
que mantenía al público en constante alegría, en
detrimento de la seriedad del tema.
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Numerosos
textos fueron recogidos en la región de Chalco, y se entregaron
a dos sacerdotes calificadores del Santo Oficio, quienes emitieron opiniones
contradictorias; mientras el primero los condenó tajantemente,
con el segundo los inquisidores tuvieron que enfrentarse con un hombre
de vasta cultura y avanzadas ideas: el maestro y ex-provincial de la Orden
de Predicadores Fray Francisco de Larrea, quien defendió brillantemente
las representaciones de La Pasión.
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Desplegando
no sólo su erudición sino un gran sentido del humor, el
Padre Larrea, realizó un extenso análisis del teatro religioso
desde la Edad Media, demolió los argumentos de los opositores,
propuso soluciones escénicas de asombrosa modernidad que se emparentan
con las teorías brechtianas y afirmó categóricamente
que las representaciones que se hacían en su convento resultaban
más taquilleras que la verdadera Pasión de Cristo: |
Ante el cuestionamiento
de que en las representaciones se repitieran las palabras de Cristo y
se escenificaran ceremonias como la consagración de la hostia,
Larrea sacó sorprendentes conclusiones. La ilicitud residía
únicamente en el hecho de que "se persuaden los representantes
y asistentes que aquella consagración es verdadera"; el remedio
consistía en demostrar a actores y espectadores que era "puramente
representada".
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El
actor que interpretaba a Cristo debía tomar distancia de su personaje
y decir a los espectadores: "Yo, que indignamente represento la persona
de Nuestro Señor, os hago saber..." Su defensa concluía
con una brillante paráfrasis del pensamiento de Tomás de
Aquino: todas las representaciones dramáticas eran lícitas
"mientras la malicia humana no abuse de ellas".
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Al
principio se acató el dictamen del Padre Larrea, pero poco
después el Santo Oficio resolvió prohibir las representaciones
de La Pasión. En 1769,
el Arzobispo de México y su Provisor decretaron que, además
de las "representaciones en vivo de la Pasión de Cristo
nuestro redentor", quedaban prohibidas las pastorelas y autos
de los Reyes Magos, "por las irreverencias que se ejecutan,
y profanación de vestiduras y ornamentos sagrados".
En el mismo edicto se proscribieron también el Palo
del Volador (que años antes había
sido permitido), las Danzas de Santiaguito y "otros
bailes supersticiosos".
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Anónimo. Biombo: Juegos prehispánicos.
Detalle: El palo del volador. Paneles centrales.
Segunda mitad del siglo XVII
Fotografía en color sobre bastidor, 25 x 15.5 cm
Fuente: Biombos mexicanos
Foto: Oronoz, Madrid
Col. Museo de América, Madrid
Cortesía del Centro de Estudios de Historia de México
Condumex
Fototeca Cenidi-Danza
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Estas
medidas afectaron a otro importante ciclo, que sufrió también
los embates de la censura. Los coloquios y pastorelas que se presentaban
dentro de las iglesias o en sus atrios durante la temporada de Navidad.
Estas celebraciones típicamente franciscanas se contaron
entre las primeras que se implantaron por Pedro de Gante en
la Nueva España, y para la segunda mitad del siglo XVIII habían
alcanzado una gran popularidad.
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Además
de las presentadas en recintos religiosos, el pueblo en general las practicaba
como diversión privada durante los festejos de la Navidad y Reyes
Magos, y su tradición dio origen a las "posadas".
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La
realización de estas puestas en escena caseras, cuya temática
abarcaba desde el nacimiento de Cristo y el anuncio hecho por los ángeles
a los pastores hasta la adoración de los Reyes Magos, corría
a cargo de aficionados y se llevaba a cabo en sus casas, con la asistencia
de familiares y amigos. Para los participantes, la diversión se
iniciaba desde los primeros ensayos y culminaba con las representaciones.
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Estas
celebraciones fueron objeto de numerosas denuncias, tanto ante las autoridades
civiles como ante la Inquisición; en casi todas ellas se alegaba
que, por su tema, este tipo de representaciones debía comprenderse
dentro de la prohibición real de autos sacramentales hecha en 1765,
a lo que se añadía que se efectuaban en casas particulares,
las más de las veces sin licencia ni supervisión eclesiástica
o civil.
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Además,
se objetaba que en ellas se mezclara lo sagrado con lo profano al utilizar
vestuario y ornamentos religiosos y se incluyeran como en el teatro
profesional entremeses, canciones y bailes
profanos. Los púdicos denunciantes clamaban porque
se prohibieran, debido a las agravantes anteriores y a los "graves"
peligros morales y "ocasiones de pecados públicos" que
implicaba la reunión de personas de ambos sexos, tanto entre los
"actores" como entre los espectadores.
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En
1808, este género
fue prohibido por partida doble, mediante edictos promulgados, respectivamente,
por el Virrey Garibay y el Arzobispo de México Lizana y Beaumont.
Lo infructuoso de los esfuerzos por reglamentar y controlar las manifestaciones
lúdicas populares se había hecho patente a lo largo de la
época virreinal, tanto en la continuidad de dichas prácticas
como en la recurrencia de las prohibiciones, así como en la alternancia
perenne de la normatividad con la transgresión. |